domingo, 5 de octubre de 2008

El Infinito y el infinito. Maurice Blanchot. Traducción de Andrés Builes S.


“Admirable Michaux, él es un escritor que estando más cerca de sí mismo se ha unido a la voz extranjera, y tiene la sospecha de haber caído en una trampa y de que lo que se expresa aquí con los sobresaltos del humor ya no es su voz, sino una voz que imita a la suya. Para sorprenderla y recuperarla cuenta con los recursos de un humor redoblado, de una inocencia calculada, de los rodeos de la astucia, de los retrocesos, de los abandonos y, en el momento en que perece, de la punta repentina, acerada, de una imagen que traspasa el velo del rumor. Combate extremo, victoria maravillosa, pero desapercibida” (El libro por venir).[1]


Pienso sin justificación y quizá sin excusa en evocar, uno cerca del otro, el infinito de Borges y el infinito de Michaux. Una de las tareas de la crítica debería hacer imposible toda comparación. Algunos escritores pueden estar próximos, las obras no lo están. Sucede que ellas se iluminen aparentemente la una a la otra y que, como lo dice T. S. Eliot, la última que llega suscite e influencie toda la literatura anterior. Así por algún tiempo, cuántos libros y cuántos pensamientos, desde Zenón hasta Pascal, se han emparentado con Kafka; así Heráclito recibe su luz de un gran poeta de hoy día. Así Mallarmé ha despertado a Sponde, ha despertado a Donne y a Scève, aunque nos deje a nosotros mismos dormidos. Este fenómeno no se explica tan fácilmente como se desearía. Quizá nunca seamos capaces de leer más que un solo libro. La lectura de un libro basta con holgura a toda una vida; a partir de ese libro, leemos todos los otros o lo leemos en todos los otros, en los que sin embargo él no se repite, sino que se diversifica o se multiplica al infinito. El crítico que lee con igualdad, con un saber imparcial, siempre un libro de más, debería verse como ligeramente monstruoso. Leer a Borges y a Michaux, y mantenerlos juntos para sacar de ellos un pensamiento, es, creo, un acto secretamente punible.


Tanto más cuanto que los virtuosos de la comparación no dejarían de encontrar denominadores comunes entre estos dos escritores: Kafka, precisamente, sería uno de ellos; lo fantástico, en uno, la lucidez en lo fantástico, en otro; el hecho de que uno venga de Sudamérica, mientras que el otro va, el hecho de que aquél que nació en Occidente parezca un escritor exótico, y que Borges, escritor Argentino, sea amado melancólicamente por los lectores franceses porque él representa para ellos la excelencia literaria que creen propia de su cultura y de la cual no han tenido casi ningún modelo desde el siglo XVIII. Y aún más, veo una cercanía entre Michaux y Voltaire. Claridades, pero a condición de que se apaguen enseguida. El juego de las comparaciones nos abre finalmente lo incomparable.


Borges dice del infinito que esta idea corrompe y altera las otras. Michaux habla del infinito, enemigo del hombre, y dice de la mescalina que “rechaza el movimiento de lo finito”: Infinivertida, ella destranquiliza. Supongo que Borges ha recibido el infinito de la literatura. No se trata de hacer entender que él tiene en el infinito sólo un conocimiento tranquilo, sacado de obras literarias, sino de afirmar que la experiencia de la literatura está quizá fundamentalmente próxima de las paradojas y de los “sofismas” de lo que Hegel, para confinarlo, llamaba el malo infinito. La verdad de la literatura estaría en el error del infinito. El mundo en que vivimos y tal como lo vivimos es por fortuna limitado: nos bastan algunos pasos para salir de nuestra habitación y algunos años para salir de nuestra vida. Pero supongamos que en este estrecho espacio, de repente oscuro, de repente ciegos, nos extraviamos; supongamos que el desierto geográfico devenga el desierto bíblico: ya no son cuatro pasos, ya no son once días lo que nos bastaría para atravesarlo, sino el tiempo de dos generaciones, toda la historia de toda la humanidad, y quizá aún más. Para el hombre mesurado y de medida, la habitación, el desierto y el mundo son lugares estrictamente determinados. Para el hombre desértico y laberíntico entregado al error de un camino necesariamente un poco más largo que su vida, el mismo espacio será verdaderamente infinito, incluso si sabe que no lo es y tanto más cuanto sabrá que lo es. El error, el hecho de estar en camino sin poder detenerse nunca, cambia lo finito en infinito. A lo que se añaden esos trazos singulares: de lo finito que está sin embargo cerrado, siempre se puede esperar a salir, mientras que la infinita vastedad es la prisión, que no tiene salida, de igual modo que todo lugar absolutamente sin salida deviene infinito. Además, el lugar del extravío ignora la línea recta: en él nunca se va de un punto a otro; no se parte de aquí para ir allá; ningún punto de salida y ningún comienzo en la marcha —antes de haber comenzado, ya se recomienza, antes de haber acabado se repite, y esta clase de absurdo, que consiste en volver sin haber partido nunca, o en comenzar por recomenzar, es el secreto de la “mala” eternidad, correspondiente a la “mala” infinitud, en el que quizá ambas encierran el sentido del devenir—.


Borges, ese hombre esencialmente literario, lo cual quiere decir que siempre está dispuesto a comprender según el modo de comprensión que autoriza la literatura, se enfrenta con la mala eternidad y la mala infinitud, las únicas que quizá podríamos experimentar, hasta esa inversión gloriosa que se llama éxtasis. Para él, el libro es en principio el mundo y el mundo es un libro. Esto es lo que debería tranquilizarnos acerca de la razón del universo, pues podemos dudar del sentido del universo, pero de los libros que hacemos y en particular esos libros de ficción que organizamos en toda reflexión, como problemas perfectamente oscuros a los cuales convienen soluciones perfectamente claras, semejante a las novelas policíacas—, en esos libros reconocemos que hay inteligencia y que son animados por ese maravilloso poder de agenciamiento que es el espíritu. Si el mundo es un libro, el mundo es legible; gran satisfacción para un hombre de letras. Pero, si el mundo es un libro, todo libro es el mundo, y, de esta inocente tautología, resultan consecuencias temibles: para empezar ya no hay un límite de diferencia; el mundo y el libro se reenvían eterna e infinitamente sus imágenes reflejadas; ese poder indefinido de espejeamiento, esa mulplicación centelleante e ilimitada —que es el laberinto de la luz, que por lo demás no es nada— será entonces todo lo que encontremos, vertiginosamente, en el fondo de nuestro deseo de comprender. Aun más, si el libro es la posibilidad del mundo, debemos concluir de eso también que en el mundo están actuando no sólo el poder de hacer, sino además ese gran poder de fingir, falsear y engañar, del cual toda obra de ficción es el producto tanto más evidente cuanto que ese poder estará mejor disimulado en ella. Ficciones, Artificios son desde entonces los nombres más honestos que la literatura pueda recibir, y reprochar a Borges el escribir unos relatos que responden demasiado bien a estos títulos, es reprocharle ese exceso de franqueza sin el cual la mistificación corre peligro de agarrarse pesadamente a la palabra (Schopenhauer, Valery, se ve, son los astros que brillan en ese cielo privado de cielo).


La palabra falseamiento, la palabra falsificación, aplicadas al espíritu y a la literatura, habitualmente nos impactan. Pensamos que un tal genero de engaño es quizá demasiado simple, pensamos que, si existe la falsificación universal, es aún nombre de una verdad quizá inaccesible, pero venerable e incluso adorable. Pensamos que la hipótesis del genio maligno no es la más desesperante: un falsificador, incluso todo poderoso, es una verdad sólida que nos exonera de pensar más allá. Borges comprende que la peligrosa dignidad de la literatura no es hacernos suponer que en el mundo hay un gran autor, absorbido en mistificaciones soñadoras, sino hacernos experimentar la proximidad de un poder extraño, neutro e impersonal. Le gusta que respecto a Shakespeare se diga: “Se parecía a todos los hombres, salvo en aquello en que él se parecía a todos los hombres”. Él ve en todos los autores un solo autor que es el único Carlyle, el único Whitman, que no es nadie. Él se reconoce en George Moor y en Joyce —él podría decir en Lautréamont, en Rimbaud— capaces de incorporar a sus libros páginas y figuras que no les pertenecían, pues lo esencial es la literatura y no los individuos, y dentro de la literatura, lo esencial es que ella sea impersonal en cada libro, la unidad inagotable de un único libro y la repetición fatigada de todos los libros.

Cuando Borges nos propone imaginar un escritor francés contemporáneo que escribe, a partir de unos pensamientos que le son propios, algunas páginas que reproducirán textualmente dos capítulos de Don Quijote, ese absurdo memorable no es nada diferente de aquél que se cumple en toda traducción. En una traducción, tenemos la misma obra en un lenguaje doble. En la ficción de Borges, tenemos dos obras en la identidad del mismo lenguaje y, en esa identidad que no es una identidad del lenguaje, el espejismo fascinante de la duplicidad de los posibles. Ahora bien, allí donde hay un doble perfecto, el original es borrado, e incluso el origen. Así, el mundo, si pudiera ser exactamente traducido y redoblado en un libro perdería todo comienzo y todo fin y devendría ese volumen esférico, finito y sin límites, que todos los hombres escriben y donde están escritos; eso sería, eso será el mundo pervertido en la suma infinita de sus posibles.[2]


La literatura no es un simple engaño, es el peligroso poder de ir hacia lo que es mediante la infinita multiplicidad de lo imaginario. La diferencia entre lo real y lo irreal —el incalculable privilegio de lo real— es que existe menos realidad en la realidad, siendo la realidad de la irrealidad negada y apartada por el trabajo enérgico de la negación y por esta negación que es también el trabajo. Es ese menos, especie de enflaquecimiento, de adelgazamiento del espacio, lo que nos permite ir de un punto a otro, según el modo feliz de la línea recta. Pero es lo más indefinido, esencia de lo imaginario que impide a Kafka alcanzar el castillo, como le impide por la eternidad a Aquiles alcanzar la tortuga, y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que volvería su muerte perfectamente humana y, por consecuencia, invisible.

Henri Michaux, un día, decidió probar la mescalina y volverla experiencia. Como resultado obtuvo unos días de asombro, y unas veces su derrota y otras su victoria —y para nosotros dos grandes libros que haría falta meditar con exceso si en los libros se encontrará aún algo serio para nosotros—. Leo en el segundo de esos libros: “HE VISTO LOS MILLARES DE DIOSES. He recibido el regalo maravilloso. Se me han aparecido, a mí, que no tengo fe (sin conocer la fe que quizá yo podría tener). Estaban allí, presentes, más presentes que cualquier otra cosa que haya visto”. ¿Y qué dice esto? El espíritu más lucido de una lucidez astuta e incluso retorcida, extremadamente malévola para todo lo que él encuentra, extremadamente firme contra lo que él cree, inventando e imaginando precisamente para no dejarse acrecentar por ella y por una incredulidad desconfiada que sin cesar la desata de lo que existe a la vista real y ficticiamente. Además, un hombre perfectamente enterado de los giros (tours) de la creencia, y no menos enterado de los giros de la mescalina cuyas estratagemas él mismo y en él mismo ha denunciado. “Y sin embargo… Sin embargo ellos estaban ahí, ordenados por centenas unos al lado de otros (pero de los millares apenas perceptibles seguían, y mucho más que de los millares, una infinidad. Esas personas estaban ahí, tranquilas, nobles, suspendidas en el aire por una levitación que parecía natural, apenas móviles o, más bien, animadas en el mismo lugar. Esas personas divinas, y yo, solos en presencia”. Se trata de alguien que, tenemos todas las razones para creerlo, ha encontrado entonces a los dioses. Revelación única. ¿Pero acaso nos reunimos alrededor de este encuentro? ¿Acaso abandonamos nuestras ocupaciones, nuestros pensamientos, para interrogarnos sobre una afirmación tan importante? En absoluto. Incluso los admiradores de Michaux señalan el incidente sin conmoverse. Señalo inicialmente esta indiferencia.

El primer volumen, Miserable milagro, describe una primera serie de experiencias. Dos fueron tranquilas, dominadas, hostiles; la tercera, ya diferente, es más amigable; la cuarta, por un error de dosificación, extraño error lleva a Michaux cerca de lo que él afirma haber sido la locura. Libro soberbio que describe con medida lo que no tiene medida, con igualdad lo que no tiene igual y, si la mescalina lleva en ella el germen de lo divino, mostrando que el hombre, señor de lo que dice, es en todas partes un poco superior a sus dioses. Michaux siempre ha sido extraordinariamente natural en lo extraordinario, pero aquí él es natural con una tranquila autoridad que alegra el espíritu, diciendo solamente lo que fue, sin ser injusto con él ni con ese otro que él deviene. No digo que el dominio sea necesariamente nuestra aspiración más elevada, sino que —al igual que un hombre cuando muere dueño de sí, quizá traiciona la muerte, pero da muestras de cortesía respecto a su esencia humana, al igual que aquel que absorbe una sustancia trastornante (déréglante) de donde se espera lo excesivo— lleva más el espíritu a su poder extremo por su fuerza reglada (réglée) que por su abandono al desarreglo (dérèglement).

10. El segundo libro es lejano, menos abordable.[3] ¿Por qué Michaux decidió seguir la experiencia? ¿Qué deseaba saber él aún? ¿Y aún se trataba para él de saber? Él no nos lo dice. Al contrario, él nos dice que no nos lo dirá todo, y lo sentimos en efecto más reservado, más silencioso y se confía mucho menos de nosotros que de la mescalina. De donde sería fácil concluir que aquí Michaux ha franqueado el umbral y ha pasado al otro lado, ya no dice lo infinito en su presencia dominante y dominada (su inmanencia), sino que él mismo ha devenido el infinito realizado (su trascendencia substancial).


Sugeriré lo que desconozco. La mescalina es tenida en cuenta por su pureza, la exactitud con la cual responde a sus dosis, la honestidad que lo lleva a abandonarse, mientras la abandona, no sobreviviendo a ella misma, contrariamente a muchas de las sustancia embriagantes, incluso las más ordinarias, que dejan detrás de sí la sed, la necesidad, el extremo deseo sin deseo. En ese sentido, ella estaría excepcionalmente privada de infinito, poniendo fin a sí misma de una manera tan precisa y calculada —casi abstracta— que aquí ya sobrepasaría el talante humano que es incierto e indeciso; infinita, siendo excesivamente finita. Hay en el mundo muchos hombres que guardan de la mescalina un recuerdo interesado, pero nada más: por mucho que lo sepan y que se sepa, ellos son lo que ellos eran. Uno puede entonces abordarla con interés, con curiosidad, pero sin angustia (si encontrarse intacto es por todas partes nuestro deseo). Michaux habla, el primer día, de angustia, pero sin insistir. Todo indica que sigue la experiencia vigilándose perfectamente a sí mismo, observando, actuando, luchando desde luego, pues la mescalina le asalta con premura desde todas partes —y Michaux no es hombre de entregarse al enemigo, aunque siempre presto a ir a ver curiosamente del lado del enemigo para juzgar mejor sus maniobras. ¿Es Michaux demasiado desconfiado? La desconfianza no fue premeditada: “Estaba preparado sin embargo para admirar. Había venido confiado. Ese día, se removieron mis células, fueron sacudidas, saboteadas, puestas a convulsionar… Se me ordenaba ser condescendiente. Para complacerse con una droga hay que querer estar sujetado. Yo me sentía demasiado ‘des obligado’”. La decepción se afirma con claridad. El espectáculo fue brillante; la conmoción, considerable pero artificial, fue unas veces deshonrosa, y otras lamentable. (¿Pero la decepción misma no es excesiva? Más que la libre impresión del observador en relación con la mescalina ¿no es acaso esa decepción la impresión que la mescalina le impone inmoderadamente para dejarse atrapar mejor, el exceso de la decepción que por consiguiente hace de la decepción algo atrayente y un tanto maravillosa?)


En la tercera experiencia, que quizá prepara el error de la cuarta, algo cambia. La cuarta modifica todo, todo el horizonte y todas las condiciones de la experiencia, precisamente a causa del error. Aquel que ha absorbido por descuido seis veces la dosis no tiene que enfrentarse con una agitación inocente y decepcionante, sino que se descubre de repente expuesto a lo imprevisible y librado a lo insoportable. Ya no hay nada seguro, ya no hay sinrazón prudente. Hasta aquí se jugaba, ahora se está puesto en juego. En ese caso, la acción de la mescalina no es más que un elemento en el horror que apresaba el espíritu. El poder de conmoción es el espíritu mismo, arrojado fuera de sus vías, de sus límites y de sus previsiones. El miserable milagro de la mescalina deviene el espantoso espejismo del espíritu. Es terrible caer bajo el poder del espíritu (el espíritu pervertido en su poder), haría falta añadir: decepcionante —terrible y decepcionante—. En las descripciones siempre nítidas, incluso cuando todo se hace extremadamente dramático, esta nota persiste: es terrible, más allá de lo terrible, sin embargo decepcionante. Quizá la locura es decepcionante; en unos esa decepción consuma la ruina de la sinrazón que a los otros ayuda a liberarse.

Un acontecimiento tan fuerte, incluso rebasado, deja la vida diferente. Las ocho experiencias cuyos resultados consigna el segundo libro, aunque técnicamente semejantes en su forma, se desenvuelven en otro plano y en una dimensión diferente, que puede nombrarse, a la ligera, espíritu. ¿Se trata aún de la mescalina? ¿O bien de ese espíritu —el suyo, pero transformado, pero irreflexiva e irrealmente poderoso— en el que hubo la revelación en la sorpresa de esa apariencia de locura (lo que quiere decir quizá locura dos veces loca en su duplicidad redoblada)? No lo sé, arriesgo torpemente esta hipótesis: el veneno en esta nueva serie no sería más el veneno, sino el espíritu mismo, cambiado en la irrealidad del poder. Es necesario señalar tres modificaciones: las dosis absorbidas se han vuelto muy débiles, mientras que los efectos no cesan de ser más desmesurados, de una desmesura más interior, más alejada de nosotros. La palabra infinito, importante en el primer libro, se vuelve esencial: aunque significando siempre una aceleración infinita, un acceso indefinidamente incrementado, es decir, el infinito en movimiento y por el movimiento tiende también a volverse otra cosa, otra realidad, una región extrema que está allá y que se podría abordar. Finalmente, y es quizá lo más notable, la desconfianza lúcida cesa, así como disminuyen la decisión de observar y de saber, la voluntad de ir más allá combatiendo y no abandonándose. Gran novedad de parte de un hombre al que no le gusta que se entrometan con él. Exaltación, abandono, confianza sobre todo: lo que se necesita en la proximidad de lo infinito. (¿Y por qué, en efecto, la confianza —tener confianza en lo que llega, en aceptar el sentido tal cual se da, acogerlo preservándolo— no sería, al igual que la desconfianza critica, la vía de la lucidez?)

El infinito turbulento, esta expresión tiene una gran fuerza de afirmación. Yo señalaría que, contrariamente a muchos de aquellos que han interrogado a la mescalina, Michaux casi no ha intentado saber de qué manera ella cambia las relaciones con el afuera (el mundo, los hombres); el afuera está en él; la experiencia es completamente interior; el rostro velado, sólo espera el develamiento de su espíritu. Una de las tentaciones del lector que no es completamente ignorante de estos movimientos sería pretender aproximarlos a aquellos de la manía: en muchos puntos, las descripciones concuerdan, la aceleración del flujo mental (y a veces verbal), la agitación irreprimible, la repetición desenfrenada, y siempre la necesidad de pensar más rápido, de estar, mediante este pensamiento rápido, siempre ya delante de lo que hay que pensar (pero, en la manía, pocas imágenes, nada de visiones, ningún infinito). Michaux, hablando de su “avalancha en lo mental” dice con precisión: mezcla de manía aguda y de esquizofrenia. Y en efecto, algunos especialistas creyeron por algún tiempo que la mescalina les entregaría los secretos de la esquizofrenia (término, por lo demás, de los más vagos), pero esas aproximaciones, tan insuficientes como inútiles, no hacen más que llevarnos a poner etiquetas en nuestras ignorancias.[4]

Sería más instructivo evocar una actitud simple como la impaciencia. La impaciencia también cambia el tiempo. En la impaciencia, no sólo perdemos la posibilidad de detenernos, de colocarnos y mantenernos firmemente en nuestra posición —idea, imagen, palabra—, sino que hemos perdido también esa posibilidad habitual de avanzar que es el tiempo. Ya no soportamos el tiempo, ni el tiempo común, ni quizá ninguna forma de tiempo: en el tiempo, no tenemos ningún tiempo (es lo que el impaciente responde siempre: “no tengo tiempo”). El tiempo, por la impaciencia se vuelve la insoportable ausencia de tiempo. “Esto no puede durar”, otra maldición del impaciente; pero precisamente porque esto no puede durar, esto no puede dejar de durar, y el impaciente está entregado a lo que dura sin tregua, a la duración que se vuelve la imposible duración.

El infinito está aquí muy cerca, pero, en general, la impaciencia es muy impura. Una de los dotes de la mescalina —uno de sus dones— tal como Michaux lo ha recibido, es que la impaciencia, la pura turbulencia, es también el infinito. Parece que ella lo ofrece, de un lado, por la fragmentación al infinito, como si el tiempo, según la exigencia espacial, se dividiera en ínfimas unidades de tiempo, siempre más divisibles; de otro lado, por el paso al límite: cada vez la continuidad es dada (es rechazada) por la pura y excesiva secuencia de la discontinuidad; la intermitencia, prodigiosamente sucesiva, es lo ininterrumpido que siempre ha arruinado y pulverizado ya de antemano el todo en más que todo y en menos que nada. De ahí una pureza de negación de la cual no tenemos ninguna idea (y quizá una de las dignidades de la mescalina es su temible intransigencia abstracta, exigiendo del espíritu que no descanse ni en sus imágenes, ni en sus pensamientos, ni en las palabras, ni en el paso de las unas a las otras, ni en la rapidez de ese paso). El no, cuando cesa, no da lugar a un sí. El No puro en la pureza indefinida de su repetición incesante, y de su cesación siempre más violenta, no se abisma en el Sí necesariamente impuro. De ahí, para unos, la fuerza soberana de una negación que no se niega, y para otros el presentimiento de un Sí completamente nuevo, no ya único, sino indefinidamente plural.

Quizá una de las sorpresas de la mescalina es su pureza. La pureza impide la agitación de acabar en confusión, y de igual modo que excluye el vago desorden, arruina la tranquila composición del orden. Las imágenes que da son demasiado puras. Su artificio es hecho de este exceso de pureza. Todo es vertiginoso sin vértigo; la regresión al infinito opera en el horror seco de una implacable precisión. El infinito es sólo la repetición del No rechazando lo finito, rechazando también lo no-finito, con un poder cruel que ya está en la rectitud de la máquina (y Michaux habla del mecanismo de infinidad, de la metafísica comprendida por la mecánica). Otras sustancias dan el inmenso espacio, la espera tranquila en el seno de una espera más tranquila, la mediación solemne que se inmoviliza en una ensoñada ignorancia. La mescalina casi no tiene espacio, ella hace del pensamiento la línea cruelmente recta, indefinidamente reducida al desmigajamiento puntual. Siempre una dirección única (si uno no la altera), y así eternamente: una eternidad reducida a un punto —y, desde que se la altera, la nueva dirección es de nuevo única eternamente, tan rápidamente apresada que destruye el tiempo mismo del cambio (no hay nunca incertidumbre, no hay detención, ni ningún retardo)—; finalmente, el espíritu es dividido en una infinidad de direcciones indefinidamente progresivas, cada una única y absoluta, eterna y eternamente reducida a un punto eternamente reducible.

Enunciaría esta idea sin decidirme aún: se diría que la mescalina está vinculada con el atroz análisis, que ella es la violencia abstracta, la intratable dominación de la pureza, y que se confunde con la espantosa moralidad del poder, la impura pureza del espíritu que se sustrae para exaltarse en el poder. Así la mescalina y el infinito que pone en práctica no existirían sin evocar la tiranía fría y casta de la ciencia: es la locura científica, perfectamente dosificada y reglada por la ciencia (contrariamente al peyote, que es un compuesto más rico, más inestable y menos seguro). Infinito en que el arte, que no busca el poder, no se adapta de buena gana. Michaux dice que al día después de la experiencia mescaliniana (aunque en la primera serie y antes del error de dosis) ningún cuadro le pareció interesante: “Todos me parecían estúpidamente (¡y voluntariamente!) desviados de lo innombrable, quizá del infinito… Al igual que las bellas páginas de la literatura me parecían sin interés, ciegas, avaras, mezquinas. El hormigueo, incluso inconsciente, se mantenía aún en mí, me impedía comunicar con la simplicidad, y la grandeza, demasiado ligada a la medida, no tenía ya sentido; ésta se había perdido para mí”.

Sin embargo, sucede que, contra la mescalina, y luego en un acuerdo secreto con ella, Michaux escribió dos de los más bellos libros. En esos libros, yo haría notar el papel que cumplen los dibujos, la escritura y las anotaciones al margen; esas palabras marginales dan a la lectura una nueva dimensión. Michaux dice que ellas sugieren “los encabalgamientos, fenómeno siempre presente en la mescalina, y sin el cual es como si se hablara de otra cosa. Él añade: No se han utilizado otros ‘artificios’, pues se hubieran necesitado muchos”. Él añade aún esto, que hay que leer atentamente: “las dificultades insuperables provienen: 1) de la velocidad inaudita de aparición, transformación, desaparición de las visiones; 2) de la multiplicidad, de la pululación en cada visión; 3) de los desarrollos en abanicos y en umbelas, por progresiones autónomas, independientes, simultáneas (en cierto modo en siete pantallas); 4) de su género inemocional; 5) de su apariencia inepta y más aún mecánica: ráfagas de imágenes, ráfagas de ‘sí’ o de ‘no’, ráfagas de movimientos estereotipados”.

Uno no sabe si es necesario añorar o admirar la sabiduría de Michaux que, bosquejando aquí una nueva forma de la literatura, ha renunciado a ella por repugnancia del artificio. Como si la artificiosa mescalina quitara lucidamente lo que da, enemiga de todos y de sí misma, infatigable enemiga, hasta esa secreta amistad por la cual exige el secreto. Artificios, recuerdo que Borges ha dado ese título a una de sus selecciones donde su pensamiento juega con el infinito. Presumo que él llama la atención sobre el artificio, por modestia, por respeto al arte, por astucia también, conociendo ese pérfido, ese maravilloso poder de inversión que es la literatura, artificial allí donde se la desea natural, incomparablemente verdadera cuando reside por debajo de la verdad y da curso al error propio en el infinito. Retengo esta afirmación de una de las Investigaciones: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Así él nos ha sugerido, con su indolente discreción, lo que podría ser su propio secreto: que el escritor es aquél que vive con fidelidad y atención, con admiración, con angustia, en la inminencia de un pensamiento que no es nunca más que el pensamiento de la eterna inminencia.*



[1] Tomado de El libro por venir, (Cristina Peretti, Emilio Velasco, trads), Madrid, Trotta, 2005, pg. 260.

[2] Esa perversión es quizá el prodigioso, el abominable Aleph.

[3] Henri Michaux, El infinito turbulento, Editorial MCA, España.

[4] El mismo Michaux hace estas salvedades: “después de muchos psiquiatras he hecho el ensayo en Miserable milagro, y hallé sospechoso el término esquizofrenia experimental para designar el estado en que me había encontrado después de haber absorbido una dosis demasiado fuerte de mescalina. Al parecer uno no debería llamarlo de otro modo diferente al de locura mescaliniana”.

* Nota del editor: En el momento de su publicación en les Cahiers de l’Herme, este texto estaba seguido de esta carta:

Querido Raymond Bellour,

Usted lo sabe, estoy feliz de participar en este número de homenaje, y usted sabe por qué: pocos escritores me son tan próximos como Michaux. Pero esta participación no debe significar, de esto no cabe duda, que apruebo una empresa como L’Herne o los juicios de aquellos que la dirigen. Yo diría con más precisión: que Céline haya sido un escritor entregado al delirio no me lo hace antipático, pero ese delirio se experimentó mediante el antisemitismo; el delirio no excusa nada aquí; todo antisemitismo es finalmente un delirio, y el antisemitismo, así fuese delirante, sigue siendo la falta capital.

A usted simpáticamente.

Maurice Blanchot

lunes, 12 de mayo de 2008

¿Qué es lo que no sabemos?¿Qué es lo que no se enseña?

Bernadette Bensaude se encuentra con Michel Serres

Primera intervención de Michel Serres:


Normalmente, yo hubiera debido hablar esta mañana de la enseñanza a distancia, pero ocurre que desde hace dos o tres años ya he hablado mucho en estos lugares por diversas razones y, en lugar de hablar, preferiría tratar de reflexionar sobre la pregunta que me ha, y que nos ha, planteado Ayyam Wassef al organizar este coloquio, es decir: reflexionar sobre lo que no se sabe. Yo titulé mi intervención “Lo que uno no sabe, lo busca” y a veces se lo encuentra porque está oculto. Y me gustaría mostrar que no sabemos lo que decimos. En efecto, lo que no sabemos tenemos el hábito de colocarlo en lo que se llama cajas negras. Y me gustaría hoy colocar delante de mí, o delante de Uds., tres cajitas negras, y dedicarme a abrirlas durante los diez minutos que me ha concedido Ayyam. Lo que no sabemos lo buscamos. Cajita negra: la palabra buscar. Se lo encuentra, a veces; cajita negra: el verbo encontrar. Y se lo encuentra a veces porque está oculto; tercera cajita negra: el verbo ocultar. Trabajemos. El término o el verbo buscar tiene por raíz la preposición latina “circa” que parece indicar que buscamos en torno algunos objetos que están perdidos u ocultos. Cuando en el Renacimiento Rabelais forjó el término “enciclopedia”, del que decía estarlo renovando de los griegos, repitió de hecho —por lo que se llama en lingüística un duplicado científico— ese verbo que tiene una raíz y un uso popular, el verbo buscar. Y el duplicado científico “enciclopedia” no hacía más que repetir de manera sabia esta raíz “circa” que quería decir el círculo. Y cuando para nuestros estudios, al menos en Francia, decimos primero, segundo, tercer ciclos, volvemos a dibujar la circunferencia en cuestión y, cuando los filósofos —muy grandiosos— glosan por ejemplo sobre la revolución copernicana, como Kant, o sobre el círculo de los círculos de la enciclopedia, como Hegel, no hacen sino repetir lo que decimos en la calle cuando decimos “buscar” <”chercher”>, es decir, la forma del círculo. ¿Lo sabíais? Yo lo ignoraba; lo encontré esta semana y me pareció gracioso abrir ante Uds. esta caja negra que nos dice simplemente que los investigadores dan vueltas en redondo.

Lo que no se sabe se lo busca, lo que no sabemos a veces lo encontramos. Segunda cajita negra: el verbo encontrar . Ahora bien, este verbo en lengua francesa es igualmente muy popular, y se remonta de manera muy sabia a la raíz “tropos” en griego, que repetimos cuando queremos hacer científico los duplicados “trópico” o “—antropía”, donde se reencuentra el mismo círculo. Encontrar es el duplicado popular de esos dobletes científicos “trópico, —antropía”, de suerte que en mi lengua yo descubro al menos dos lenguas: una lengua popular que dice “buscar” <”chercher”> y una lengua sabia que dice “enciclopedia”. Una lengua popular que dice “encontrar” y una lengua científica que dice “—antropía o trópico”. Salido de ese griego circular, el latín traduce estas formas con palabras como torcer o atormentar, que son de la misma familia que el verbo encontrar , y que evocan el movimiento de torsión de los hombres torturados, de pensamientos o de cosas torcidas. Sin duda, advertido de estas duras rotaciones —al menos en Francia— el Centro nacional de la investigación científica… ¡Vea Ud.! había notado que ese Centro había descubierto el centro del círculo, puesto que quiere decir el círculo, entonces es bien normal que se diga “centro de la recherche”, puesto que todo círculo se adorna con su punto medio llamado centro; ¿lo sabía Ud.? Lo ignoraba antes de esta semana. Ahora bien, ese Centro nacional de la científica llama “agregado, atado” <”attaché”>, o “encargado, cargado” <”chargé”> de investigación a lo que a mí me gustaría llamar (dada mi vida) “gozoso o entusiasta” de investigación, sin duda porque encuentra que esas pobres gentes están atadas a algún suplicio de la rueda, lo que es natural para el verbo encontrar que quiere decir ese movimiento de torsión. Y entonces, todo hombre llamado “director de investigación ” se equivoca dos veces puesto que asocia “rectar”, “caminar derecho” con “recherche”, “ir en círculo”, como si hubiese resuelto la cuadratura del círculo; ¿lo sabía? Yo lo ignoraba a comienzos de la semana. Esto es, mi querida Ayyam lo que uno llama no saber. Encontrar , se llama en Languedoc, “troubadour”, o en lengua de Oil, “trouvère”, el que precisamente va hasta el fondo y no se queda en el camino de la búsqueda. Y nuestros antiguos admiraban a los troubadours o a los trouvères muy simplemente porque admiraban más a los que encontraban que a los que buscaban. En efecto siento mucho que ya no nos llamemos trovadores. Mientras que sólo se encuentran cosas simples en días milagrosos, el método que lleva a este hallazgo se parece, si hay que creerle a la palabra, a un sendero tortuoso. Y las cosas allá, se vuelven un poco serias y hablan del cuerpo. En efecto, ningún gesto de los que hemos aprendido en nuestra vida continúa un movimiento natural. Es preciso torcer el brazo para aprender en el juego de tennis el reverso o el servicio; ni la danza, ni la carrera, ni el salto alto, se aprenden naturalmente, ni tampoco el pensamiento, ni siquiera alguna evidencia. Cada uno de esos ejercicios desplaza la comodidad normal del cuerpo. Y por tanto, para entrenarnos es necesario perder hábitos, es decir, torcer esos movimientos naturales, lo que dice el verbo popular “encontrar” <”trouver”>. Y por tanto, las verdades científicas, la sangre filosófica, e incluso el estilo escrito, exigen tanto giros difíciles como el aprendizaje de la raqueta o del florete. La evidencia geométrica sigue tan poco naturalmente el movimiento del ojo como el manejo de la bola sigue el movimiento natural de la muñeca, o el de las barras paralelas seguiría el movimiento natural de los hombros libres de todo movimiento. Es menester pues un largo entrenamiento, y tenemos acá de regreso todas las torsiones del cuerpo que menciona el verbo encontrar . Y por tanto, en poesía, en música, todo lo que es encontrado o descubierto exige búsquedas sofisticadas, rebuscadas, torturadoras, refinadas, difíciles de acceder o por vías inaccesibles, y los troubadours más populares de la Edad Media nos mostraban en este trabajo la fuente inagotable de la inspiración. Vuelvo a la lengua. Bien pulida por el pueblo y por el tiempo, es decir por los que no saben nada, la lengua busca y encuentra según el mismo círculo; y el método para encontrar no dibuja ninguna vía recta, ni simple, ni fácil, adiós Descartes; por el contrario, un camino poco natural, tortuoso, torturador y atormentado. Esto es lo que aprendí al abrir esta caja negra que es el verbo encontrar y que corresponde por completo a mis prácticas.

Lo que no sabemos, lo buscamos, lo que no sabemos a veces lo encontramos, y lo buscamos y lo encontramos porque está oculto . Reservé para el tercer lugar la caja negra “ocultar” porque es la que guarda los más maravillosos secretos. El verbo “ocultar” no es un verbo culto. Pertenece a esos dobletes populares que se oponía tanto a los dobletes doctos como a los sofisticados. Estaba más bien del lado de “buscar” <”chercher”>, y no de “ciclo” o “trópico”, y estaba del lado de “encontrar” <”trouver”> y no del lado de la “—antropía”; se trata verdaderamente de una palabra popular. Abramos la caja negra del verbo ocultar que contiene precisamente lo que no sabemos. El verbo ocultar tiene un prefijo “cum”, el latín “cum” que está reducido en el verbo cacher a la simple letra “c”. Y tiene como raíz el radical “ac” o “ach” que ha salido del verbo latino “agere” que se encuentra en el francés “agir” <”actuar”> y que significa —yo le pido ahora un poco de atención porque este es el núcleo de lo que quiero decirle— y que significa “conducir”, pero conducir en un sentido muy preciso, en el sentido agrícola y pastoril de ese pastor que conduce y que empuja delante de él a un rebaño de cabras, de corderos, de reses, de caballos. Acantonados en las lenguas nobles, los filósofos y los científicos utilizan gustosos los duplicados sabios, y no ven propagarse en esos dobletes sabios la gran sombra de los viejos dobletes populares. En la actualidad, Ud. lo sabe, las lenguas que se vuelven vernáculas —como el latín por ejemplo, o el francés— sufren de parte de las lenguas dominantes una erradicación voluntaria, de suerte que yo he querido aquí, delante de Ud., hablar no solamente mi vieja lengua francesa sino también el latín, que es su madre olvidada. “Agere” designa pues una marcha, la marcha del pastor tras sus rebaños. Pero ese rebaño tiene la característica de perderse en el espacio, de animarse en el espacio. El pastor empuja delante de sí muchos corderos, muchas cabras y por delante de sí sus reses, sus corderos y sus cabras se agitan. Escucháis en “agitar” la frecuentativa del verbo “agere”, del verbo precedente, que muestra la marejada que se propaga y las espaldas encrespadas de ese múltiple fluctuante, y a veces divergente. ¿Qué es lo que hace el pastor cuanto actúa , en el sentido de agere? Pues bien, conduce estos elementos bien numerosos, que nunca permanecen en reposo, que no se quedan nunca en fila, que no conservan nunca orden y cuya agitación tiende a dispersarlos en la naturaleza, cabras turbulentas, fogosos toros, caballos insumisos, carneros imbéciles por mutilación, chivos, ovejas, moruecos de todas las edades y de todos los tamaños que los perros buscan poner juntos. Y este esfuerzo de conducirlos juntos es tanto más difícil cuanto que el rebaño crece en gran número. Los invito a ver delante de Uds. salir de esta caja negra, como de una caja de Pandora, esta multiplicidad innumerable de animales, y que se encrespan como la mar. ¿No os sorprende que el verbo “cacher” <”ocultar”>, “coagere”, se refiera a la guarda y a la conducción de un rebaño por medio de perros? No lo sabías, yo tampoco, a comienzos de la semana. Retomemos, coagere, ese gran número desparramado en el espacio es llevado por los perros al orden y a una unidad. Cuando ese gran número se apacigua y se condensa en la unidad… atención, el sabio dice “coagere”, “coagula”; aquí tenemos el duplicado científico “coagular”, y el pueblo dice “cuajar”; es la misma palabra. Coagular, coagere y cuajar —en el francés popular— es la palabra correspondiente, lo que se llama el doblete. Retomemos, por favor, al pastor desde el comienzo, en la mañana. Saca del establo y de la caballeriza su rebaño. Y el latín dice en ese momento “agere”, es conducir el rebaño, y “ex”, conducirlo fuera. Y la palabra latina es “ex -agere”, tenemos pues ex –agere, el pastor que empuja a su rebaño afuera. Ahora bien, este ex –agere latino da en francés un doble popular y un doble sabio; éste último es “exactitud”, “examen” y aquel es “un enjambre” o “un ensayo” . A “examen” le corresponde “essaim” y a “exactitud o exacto” le corresponde “essai”. Tenemos acá dos sentidos que divergen mucho a partir de un origen común. Por un lado una definición muy exacta, donde se reencuentra exactamente el pulimento del círculo del que he partido, y por otra parte, enjambres donde se reencuentra exactamente el paquete de la multiplicidad vaga que se agita ante nosotros. Este detalle sobreabundante, el pueblo lo invoca cuando el científico no lo conoce puesto que él habla de exactitud y de examen en el momento mismo en que el pueblo habla de multiplicidad, es decir de enjambre o de ensayo. Como si el científico descartara el detalle molesto y la masa demasiado innumerable. Las abejas y las avispas viven en enjambres, y vienen a perturbar —peligrosamente a veces— nuestra tranquilidad como hace un rato lo demasiado lleno, las ovejas y las cabras. Se ve acá a Montaigne empujar delante de sí en desorden la multiplicidad de sus pensamientos abejas como si se entregara a un examen exacto en sus Ensayos de pensamientos desordenados. Comprendo de repente a Montaigne, ¿lo ha comprendido Ud. esta mañana gracias a esta caja negra? No yo, al menos, hace ocho días. Y al comienzo del Sobrino de Rameau, Diderot nos dice: “Mis pensamientos están esparcidos y en desorden como las rameras del Jardín del Palacio Real”. Gilles Deleuze muestra de forma brillante, en uno de sus libros, cómo Freud, al examinar este niño en El hombre de los lobos, y al escuchar al niño gritar ante las terroríficas manadas abandonadas a la persecución en el espacio de sus sueños, Freud, científico, escucha únicamente tras su barba patriarcal su teoría del padre único y oye “al lobo”, en singular, mientras que el niño grita “a los lobos”, en plural. Y de nuevo, entre el científico y el pobre niño hay la misma diferencia que entre este doblete sabio que sólo quiere hablar de lo exacto y de la unidad, y el doblete popular que vocifera la multiplicidad, el enjambre y lo múltiple. Sin duda tenemos miedo de lo múltiple, de la agitación de los gusanos, de las avispas numerosas en su enjambre, de la inundación, de la epidemia, de los microbios, de los átomos, del número enorme de las cosas; sin duda que tenemos miedo de esta muchedumbre innumerable que el lenguaje científico excluye de la ciencia, es decir, los nuevos miserables; sin duda la ciencia tiene miedo, en su expresión, de esta multiplicidad que reprime. Ud. sabe que Belzébuth no era del todo un monstruo único sino que era el señor de las moscas, el señor de los enjambres. Imposible dominar; esta inmensa multiplicidad nos supera y nos espanta. Buscamos entonces conducir juntos estos elementos agitados, unificarlos, enviar los perros como los pastores lo hacen con los rebaños. Tratamos de los “coagere”, de los “coagitare”, “agitare” es el frecuentativo de hace un momento. Y ahora, que mi padre que acaba de fallecer, que mi hermano que se va de viaje, me leguen el uno y el otro sus rebaños, que además la comunidad me entregue su rebaño para cuidarlo; cómo no voy a estar asustado con la idea de reunir; y en este momento el latín más próximo de nosotros, es decir el latín popular de la Edad Media se vuelve a poner sobre el frecuentativo y no dice ya “coagere”, dice “coagitare”, y ya no dice “coagitare” sino que dice “coactitare” como si insistiese sobre ese frecuentativo. Ud. me ve llegar pero, ciertamente, yo no lo sabía, puesto que nos espera desde hace mil años en esta caja negra la rareza más extraordinaria para la filosofía: acá donde la palabra vulgar “ocultar” <”cacher”> traduce este “coatitare”, el sabio cogita; es la palabra “cogito”. Lo sabía Ud.; yo lo ignoraba hace apenas algunos días.

¿Qué oculta el docto cuando dice “cogito”, es decir cuando utiliza exactamente la misma palabra “coagitare”, “coactitare”, que el populacho cuando dice “ocultar”? ¿Qué ocultas tu, tu que piensas? ¿Qué significa pensar? Tu que eres sabio, ¿a qué unidad te diriges para unificar, ordenar, conducir tu rebaño de pensamiento innumerables? “Cogito”, empujando muchos elementos que están agitados delante de mí, busco conducirlos agrupados. “Cogito”, ¿qué designa el sujeto de este verbo? ¿Cuál pastor, cuál perro, cuál examinador, cuál exigencia? Mientras que el pueblo tiene por sujeto el conjunto del cordero, la totalidad, el carácter innumerable, la multiplicidad de lo que precisamente se agita en la muchedumbre. Como hace un rato: lo exacto ocultaba la sombra del enjambre, de la misma manera que el examen ocultaba la sombra del ensayo, el verbo ocultar muestra, confiesa públicamente, revela, devela, ilumina, dice y grita lo que oculta la palabra “cogitare”, a saber, lo múltiple. En lo uno, domino ese detalle, “cogito”, y en lo otro, me sumerjo en ese detalle. Tengo pues dos ciencias, dos filosofías, dos visiones del mundo, dos lenguas, la lengua popular y la lengua erudita, ¿por qué el científico oculta lo que evidentemente el ignorante ve? Pero en la actualidad todos vemos cómo adviene esa pura maravilla: que la razón nueva y la ciencia moderna nos sumergen precisamente en las multiplicidades y nos obligan hoy, por medio de la enseñanza a distancia, a enseñar al gran número. Por esto, si delante de Uds. he tratado de definir lo que, en una lengua, es la lengua de los sabios y la lengua del pueblo, la lengua de los que saben y la lengua de los que ignoran, lo he hecho para mostrarles que, si en una lengua existe precisamente esta partición, a fortiori, en la distribución de las lenguas del planeta existe aún más este repartimiento. Habrá cada vez más lenguas, o la lengua, de los científicos, y lenguas cada vez más llamadas a volverse vernáculas que los sabios no entenderán ya. El problema no es saber lo que no sabemos, el problema es saber quién sabe y quién no sabe. Qué lengua hablan los que saben, qué lengua hablan los que se supone que ignoran. Cuál lengua se habla cuando se es sabio y cuál sordera implica esta lengua cuando abordamos el lenguaje de los que no hablan. Actualmente esto es trágico y plantea el problema fundamental —sobre el que regreso— de la enseñanza a distancia. Saber en cuál lengua vamos a universalizarla, puesto que, si en el ejemplo completamente humilde de mi lengua, encontré ya dos lenguas, no habrá que temer un día que haya una lengua de ciencias y el conjunto de las otras arrinconadas a volverse vernáculas, y que los unos no entiendan ya a los otros y recíprocamente. Recuerdo que estas nociones tienen una recíproca. Si los que no son científicos no entienden el lenguaje de los sabios, es porque en primer lugar la lengua erudita sirve a los científicos para que se comprendan entre ellos, pero ella también les sirve para no hacerse entender por los que no son sabios.

Por ejemplo, lo que no se puede enseñar —y este era mi primer título— se reduce a lo que no se quiere enseñar. Pero el saber de los que no son científicos tampoco llega mucho a los oídos de los que no lo son, y es por esto que hoy —en mi lengua— he querido hacerle escuchar a los sabios la lengua de los que no saben nada. ¿Qué es lo que no se sabe? Es lo que no está dicho en la lengua canónica. Los que entre vosotros sois sabios, y que hablan la lengua canónica, les pido abrir sus oídos para escuchar la lengua de los que nada saben.

Discusión de Bernadette Bensaude-Vincent:

Creo que al evocar las relaciones que hay —tensas y conflictivas— entre lengua sabia y la lengua de los que no saben, de los ignorantes, Michel Serres ha planteado un problema que es de una actualidad candente; lo hemos visto esta mañana con todos los que se levantaron y se fueron; se trata al mismo tiempo de un problema muy antiguo, probablemente tan antiguo como las propias sociedades humanas. Subrayar como lo ha hecho Michel Serres la voluntad de poder y el imperio efectivo que se le atribuye a la hegemonía de toda lengua científica, de todo hablar de mandarín, sin echar mano de la jerga de las ciencias humanas, sociólogos o semiólogos, escuchando simplemente lo que dicen las palabras de la lengua vulgar, yo creo que es una demostración de facto del poder extraordinario de esos dialectos regionales vernáculos que no están tan amenazados —pienso— como dicen estarlo. Por esto, en lugar de abordar la cuestión en términos de tragedia —como parecía sugerirlo Michel Serres— me gustaría hablar riendo, en el modo de la risa. Conocí a Michel Serres hace ya muchos años, en la sala Cavallès en la Sorbona, donde él comentaba el célebre pasaje del Teeteto en el que Sócrates cuenta la anécdota de Tales que —recordáis— caminando con los ojos puestos en el cielo, cayó en un pozo, provocando así la risa de una sirvienta de Tracia y esta anotación: “¡Ah bestia! El que busca saber lo que ocurre en el cielo ignora lo que se pasa a delante de él, a sus pies”. Veinte años después, la anécdota me sigue pareciendo todavía buena para meditar, y yo tendré en cuenta aquí dos lecciones tocantes a nuestro tema. Primera, que el saber del más sabio se paga siempre con alguna ignorancia. Al instituir al mundo como objeto de saber, objeto de discurso, Tales es ciego a las cosas, las cosas que surgen ante él, que aparecen a sus pies. Quizás que solo la convención de una jerarquía entre lo alto y lo bajo nos ha hecho olvidar que la ignorancia es nuestra suerte común, cualquiera sea nuestro grado de saber y de erudición. La ignorancia es sin duda actualmente la cosa del mundo mejor repartida. Y lo es tanto mejor cuanto que desde la época de Tales ella ha experimentado una progresión fulgurante, proporcional incluso a los avances del saber. Dado el ritmo actual de producción de resultados científicos, y el encogimiento consecutivo de los campos de investigación de cada investigador, la ignorancia conoce una expansión galopante. Una sirvienta de Tracia nos enseñó un día a tratar la ignorancia como el complemento del saber, y en el sentido fuerte de Nills Bohr, es decir de un punto de vista exclusivo pero igualmente necesario para una descripción completa de los fenómenos. ¿Cuántos historiadores y filósofos de las ciencias han escuchado esta lección de la sirvienta de Tracia, cuántos han aceptado describir la ignorancia al mismo tiempo que el saber que se desarrolla?

Segundo punto sobre este pozo: lo que oculta la reciprocidad y la complementariedad del saber y de la ignorancia; el drama que Sócrates escenifica en esta anécdota es la incomprensión entre ellos, los científicos y el público. Pues la actividad científica —se lo olvida muy a menudo— no es simplemente productora de conocimiento sino también productora de sentido. Las ciencias de la naturaleza constituyen un universo de sentido que desafía a veces, y cada vez más, al sentido común. ¿Es la incomunicabilidad, es la inconmensurabilidad entre este universo y el universo en el cual vivimos la que provoca la risa de las sirvientas de Tracia? Recuerdo que Michel Serres había planteado la hipótesis de que quizás Tales no había caído al pozo sino que había descendido voluntariamente para observar mejor el cielo, es decir que la boca de sombra que es una trampa que para unos ha de ser evitada, para los otros por el contrario es el observatorio ideal. El malentendido gira pues sobre la significación de los lugares y de las cosas, la distancia entre lo popular y lo científico no es pues simplemente una diferencia de lenguaje, sino una diferencia de visión, de comportamiento, de relación con el mundo. Lo que me lleva a pensar algunas dudas en torno a la legitimidad y a la posibilidad incluso de las empresas de popularización de la ciencia que se definen como traducciones en lengua popular de las lenguas científicas. Pero lo que es más grave es que la incomprensión, como la ignorancia, es recíproca. Para ilustrarla, contaría aún una historia puesto que hace un rato se ha dicho que solo las historias nos enseñaban. Una leyenda que ha circulado desde la Grecia helenística cuenta que Hipócrates de Quíos —de hecho pseudo Hipócrates a causa de las diferencias en la cronología— fue llamado por los abderitanos porque Demócrito, enloquecido, se mantenía a distancia de sus conciudadanos. Solitario, silencioso, se ríe de todo y de nada, y este comportamiento malsano enferma a toda la ciudad de Abdera. Hipócrates toma pues el barco, llega a Abdera y va a entrevistarse con Demócrito y ¡quién lo creyera! terminó yéndose nuevamente convencido que el presunto loco era el más sabio de los mortales. Si se reía de todo era porque los hombres, los mismos que lo acusaban de locura, viven en la intemperancia y la sinrazón. Si vivía aislado era porque los observaba de lejos y porque estaba escribiendo un libro sobre la locura. Esta historia tiene dos resortes, ella presenta dos consecuencias. Primera, si el abismo entre el sabio y la masa, si la incomprensión produce verdaderamente una inversión de los valores razón y sinrazón, razón y locura, entonces se puede dudar de la posibilidad de ese pre-entendimiento que Paul Ricoeur invocaba aquí mismo el martes pasado, que es la condición de toda búsqueda dialógica, de toda investigación en común. Si no existe incluso acuerdo sobre los valores de lo que es la razón y la locura, entonces ¿dónde va a comenzar la investigación?

En segundo lugar, esta historia de risa muestra que la distancia con respecto a la masa, al vulgo, es solidaria de una aproximación —más allá de las distancias geográficas— entre el físico de Abdera y el médico de Quíos. En otros términos, en lenguaje moderno —y yo creo que en éste ya esta historia no hace reír tanto— la formación de una comunidad científica internacional, con una comunicación en situación óptima, ¿implica necesariamente la imposibilidad de escuchar y de comprender a sus vecinos, de vivir juntos bajo el mismo techo, en la misma ciudad? Los mundos cerrados del proyecto Manhattan o de la Academia Gohod en la ex -URSS ¿son patologías o son la traducción concreta y perfecta del curso normal y regular de las cosas científicas? Es una primera pregunta que yo le plantearía a Michel Serres ¿por qué los fabricantes de saber están en el fondo del pozo, a distancia de sus conciudadanos, y no en una relación de intercambio? En un segundo punto, me gustaría volver sobre los “trobadours”, los que encuentran siguiendo los caminos tortuosos de la investigación, que Michel Serres opone al recto camino enseñado por Descartes en su Discurso. La etimología me parece acá una muy buena guía para aclarar una cara oculta de la investigación científica, durante mucho tiempo ignorada por los epistemólogos y los filósofos inflados de intelectualidad. En La interpretación de la naturaleza, Diderot describía muy gentilmente dos clases de filósofos: los que se agitan y los que tienen ideas. Y contra el primado de la matematización de la física, afirmaba su complementariedad necesaria en toda investigación de la naturaleza. Esta complementariedad entre ellos, el razonamiento deductivo y la agitación del experimentador siguen siendo siempre —yo creo— necesarias para la interpretación de la naturaleza; y acabamos de aprender algo que no sabíamos: que los experimentadores que se debaten en medio de nuestras multitudes de hechos en bruto y tozudos, esos pastores de un rebaño dócil son quizás los verdaderos pensadores, los que cogitan, precisamente. En efecto, a pesar de la intrumentalización creciente, a pesar de los grandes aceleradores, de los equipamientos pesados cada vez más sofisticados, el investigador no puede contentarse con apoyar un botón para forzar a la naturaleza a responder a sus preguntas. Es necesario que se atormente para atormentar a la naturaleza, para obligarla a entregar su sentido, para exigirle que hable. La investigación científica, como todo trabajo, exige labor y pena, ejercicios y contorsiones para adquirir la destreza, la habilidad de las manipulaciones de las cifras, de partículas, de células, qué se yo aún. Poniendo de esta manera el acento sobre los hábitos, sobre esos saberes-hacer incorporados, sobre el vistazo, la ejecución con soltura del experimentador, Michel Serres muestra una dimensión no verbal y sin embargo esencial a la práctica de la investigación científica. Hay una gestual en todo saber científico. Ese saber tácito, que está implicado en la menor empresa de investigación no se enseña ni por los libros, por los programas de computación, ni en los CD-ROM. Presupone un aprendizaje en el terreno, en el contacto con el otro, presupone un hacer y una imitación del otro. Si se describiera la formación del espíritu científico y del cuerpo, no se dejaría describir en términos de obstáculos por superar, ni de ruptura, sino en términos de largos y pacientes ejercicios para preparar los exámenes de bachillerato, y de entrenamiento, repeticiones mecánicas de gestos manuales e intelectuales. La formación del cuerpo científico no es seguramente un despojamiento, una catarsis, sino que es una prueba de endurecimiento que exige experiencia y testarudez, como el manejo del torno del alfarero o la preparación deportiva. En resumen, la ciencia —como toda actividad de creación— es irreductiblemente artesanal. Y yo creo que a causa de esta dimensión, a causa de este artista —en el sentido del siglo XVIII— que habita en todo científico, la ciencia mantiene siempre, de hecho, un doble lenguaje: popular y sabio. Ella tiene —como decía Gabriel Venel de la Química en la Encyclopédie, en su cuerpo la doble lengua, la popular y la científica. El empirismo, en el sentido de experiencia vivida, yace irreductiblemente en la punta de todo racionalismo. De este modo las relaciones entre lo científico y lo popular se confunden totalmente. Por un lado, los científicos más sabios, en la punta avanzada de la investigación, están encerrados en su estrecha especialidad, ignorantes de playas enteras de saber. Por el otro lado, cada uno de nosotros —en la masa de los ignorantes— hemos tenido la experiencia de estos aprendizajes costosos y difíciles, y por ello hemos adquirido una forma de habilidad. Esto no significa, sin duda, que todos los saberes y saber-haceres sean equivalentes, pero me parece que no está mal empujar violentamente todavía y siempre las distinciones demasiado bien ancladas en nuestros sesos, y los abismos sociales que ellas perpetúan, pues me parece que implican un doble desconocimiento. Ante todo, un no-reconocimiento de los saberes populares y de su legitimidad, y por otra parte, un desconocimiento de la ciencia misma, actividad polimorfa y actividad políglota al mismo tiempo. Muchas gracias.

Respuesta de Michel Serres:

Veo que es la 1 y 5 de la tarde y que hay una decena de nuestros amiguitos que tienen 7 años, y que deben tener a la vez mucha hambre y estar tristes por escucharnos. Si hubiera sabido que iban a estar aquí, hubiera adaptado, hubiera encontrado un tercer lenguaje, el lenguaje de los niños. Es preciso pues no hacerlos esperar demasiado. Responderé, sí, rápidamente a Bernadette, agradeciéndole su intervención, y mientras esperamos las preguntas de los asistentes. Sí, creo verdaderamente que hay en la historia de Tales otra caja negra, es la del pozo mismo; y que los fabulistas y los que les hacen aprender de memoria a los niños de 7 a 8 años la fábula de Tales que cayó en el pozo, no han bajado a un pozo ellos mismos. Pues desde que se desciende a un pozo —lo que me ocurrió a mí en mi juventud— se encuentra que en el fondo se ven las estrellas a pleno día. Y sin embargo, se dice por todas partes que no había anteojo de larga vista para la astronomía antes de Galileo; vea pues: es suficiente con descender al fondo de un pozo para saberlo. Por supuesto, los profesores no están obligados a descender todos a los pozos, pero es en efecto un asunto a la vez de oficio, de lengua popular y de cuerpo. Y allí donde estoy de acuerdo con Bernadette, es que los que inventan y los que escriben no son intelectuales, eso no es verdad. Toda la experiencia muestra que no ha sido así. Son corporales, casi todos. Es el cuerpo el que escribe. Es el cuerpo el que tiene una intuición. Tener la idea de lo que puede ser su objeto, ya se trate de una galaxia o de un micrón, es siempre adaptar su cuerpo a un mimo o a una simulación determinada. Jacques Monod, al que conocí perfectamente, me decía: “Me enfermé de los riñones durante tres años porque me había vuelto el ADN”, y eso era verdad. El cuerpo participa y el cuerpo es en gran parte el sujeto de la ciencia. Es necesario también no hablar demasiado porque —y quizás no lo sabéis— a mi me gustan mucho las etimologías; la palabra “baratin”* no viene como se lo cree de esa máquina que permite hacer mantequilla, es decir una “baratte”; para nada, es una etimología extremadamente sabia. La palabra baratin es una palabra científica que viene del griego “prateine” que quiere decir “hacer”. Echa pura cháchara el filósofo que dice: “sólo existe el cuerpo, sólo existe la práctica, sólo existe el pragmatismo”. Un filósofo pragmático no hace sino hablar, ya lo habéis notado. Se le pregunta incluso “por qué has venido a hablar puesto que no hablas sino del cuerpo”. Y es aquí donde interviene la ironía popular llamando a eso cháchara . La cháchara sublime es la de hablar del cuerpo pero no hacer sino discursos.

Historia de las ciencias, si, se puede también hablar de eso.

Me gustaría decir que desde hace 30 años que hago historia de las ciencias —o 35 años— nunca he estado más iluminado que cuando la he comparado con la historia de las religiones. Es decir, hay religiones muy organizadas que tienen una especie de burocracia, y luego al lado, están los místicos y los teólogos que a menudo son independientes de esta organización. Bien; bajo ciertos respectos, la ciencia es como esto, es decir que hay toda una organización a la vez de enseñanza, de investigación tecnológica, financiera, de laboratorio y de jerarquía; y después al lado, está los místicos, los que avanzan. Es decir que todo lo que estudia la sociología de las ciencias, es todo salvo la invención. La invención, de cierta manera, está ligada a esa cosa extraña que es el cuerpo particular del que lleva la ciencia en su vientre. Esto sería lo que le respondería a Bernadette agradeciéndole una vez más su intervención.

Julio 13 de 2007>




* Traduzco por “cháchara”, aunque soy conciente que esta palabra nuestra viene del italiano… (n. del t.)

La Agenais, una región que se sube a la cabeza Michel Serres

Llevando un apellido idéntico al de las colinas occitanas, Michel Serres [Miguel Sierras] es a la vez completamente agenés, filósofo e historiador de las ciencias y de los sentidos. Para «Expression», partió a la búsqueda de su región natal, perfumada de armañac y nutrida con una cocina encarnada por el mosquetero de Auch, André Daguin, y vuelta a inventar por un joven chef, Michel Trama que supo tocar sus papilas y su alma.

Exceptuando algunos cantones del Extremo Oriente, no se conoce lugar sobre la tierra en el que las mujeres y las chicas sean más bonitas, gentiles, finas, vivas, que los alrededores de Agen, sobre el Garona medio. Esta acumulación densa de refinamiento femenino sorprende y encanta a los raros turistas que se aventuran por allí, donde comienza España en Francia, como se dice que África comienza en los Pirineos. Diré de los varones que son más jactanciosos y perezosos: se les siente colmados por una tierra muelle, un clima ligero, un amor inmoderado por los juegos y las diversiones, por ese milagro (que cada generación renueva) de la relumbrante feminidad aquitana. ¡Que viajen y trabajen los que no tiene todo esto!

Se cita con gusto el momento propicio para su viaje hacia algún lugar: Abril a Portugal, la primavera japonesa o tunesina, el verano de los Indios para Quebec. Agenais no conoce estación dura, situado en medio del mundo templado: allí las semanas pasan suavemente. Uno recuerda inviernos sin calefacción, no se viven más que medias-estaciones sobre el Garona medio.

El otoño expresa su gloria por medio de las setas, las palomas torcaces y las ciruelas, entre otras. Es necesario caminar por las hileras de ciruelos de injerto, bajo el bombardeo de baloncitos azules. André Faure-Dère, viejo hermano, las recoge ahora con máquina y las hace cocer en el mercado-estación de Agen en gigantescos toneles. Se probará la ciruela por lo menos cinco veces: violeta, parma, fresca, fusible, como postre o al pie del árbol; medio cocida, café, casi seca pero carnuda, en el estado en el que entra al tarro del armañac por un año, cita con copita; ciruela pasa negra, antiguamente cocinada seis veces sobre esterillados de mimbre, en el horno de la granja, alimento dinámico del deportista, alpinista o maratonista, pequeño almacén concentrado de vitaminas para el marinero de largos recorridos, depósito o banca de energía sin inflación; en mermeladas, color siena carmíneo, para quienes amáis visitar en la cava por la tarde, en pequeños o grandes frascos, vuestras seguridades maternas; en la lata circular de ciruelas pasas rellenas, rojas, rosadas, verdes, según la almendra o la baya, regalo de aniversario o de fiesta, enviada a los huéspedes o a los enamorados... La pequeña Bretaña prepara el “pie” de ciruelas pasas mezclando la reina Eleonor y la isla Ceylan; la grande prefiere echarlas en el té. Agen viaja un poco por todas partes por medio de sus ciruelas.

Y cuando las flores de los frutales hacen levitar la llanura de rosa y blanco, la población vuelve a sus pequeñas migraciones estacionales por las ciudades vecinas. Ha llegado el momento de la fase eliminatoria. Pues en la ciudad de Agen tiene sede lo que se podría llamar la Academia francesa del rugby de quince. Allí se juega ese juego desde hace medio siglo y yo nací el año en el que el club local se volvía por primera vez campeón de Francia. Mis correligionarios, que han permanecido paganos desde la noche de los tiempos, veneran quince dioses variables, blanco y azul, color de cielo, en la lucha contra Biterrosos y Toulousanos, rojo y negro, color de infierno, según la estación y los rebotes caprichosos de la pelota. Desde el invierno hasta la primavera, ellos van a adorarlos, en el ruido y la furia, en el estadio, cada dos domingos en la tarde; y aunque emigrado desde hace más de treinta años, aún los adoro desde lejos por su elegancia y por su gusto en la valentía: el espectáculo les parece preferible a la victoria y la belleza a la dominación, sus adversarios confiesan que pueden vencerlos pero no imitarlos; por esta razón, loca y sabia, heredada, yo creo de los antiguos Galos, me gustaría escribir como ellos corren, saltan y marcan, brillantes, distinguidos, iba a decir aristocráticos. Aquí juega el clasicismo.

Pierrot, mi amigo, tu has alegrado el final de mi juventud. Pierre Lacroix, nacido capitán, capitán morirá. Hace tres siglos habría dirigido a golpes de baqueta la carga a campo raso de una brigada de mosqueteros, reencarnación del mariscal de Estradas, cuya casa aquí todavía se encuentra en pie. Hace veinticinco años - ¡ya hace un cuarto de siglo! - entrenaba tropas en pantalones cortos hacia la victoria en las finales o en los torneos en Francia o en las tierras australes. La llama que se vio brillar en ese estadio de Agen y que después se ha vuelto a ver, bella, nunca había chasqueado tan alto ni tan incandescente. El ritmo, claro y sostenido, el orden inteligente, la agudeza incisiva, la aceleración minuciosa, y por encima de todo, la enciclopedia del rugby; Agen vio de todo por esa época, hojeando el domingo la revista de todos los escenarios posibles, dictada por el mandamás del juego. ¿Su secreto? Lo serio, la aplicación, esta idea fuerte y modesta de que no es necesario tener en cuenta el talento, ese añadido caprichoso, que uno debe trabajar sus mejores golpes completamente como si no se les tuviese confianza. Lacroix, pedagogo, aclimataba el genio. Pierrot, mi amigo, nunca sabrás hasta qué punto me has enseñado la sana moral artesanal. Su retirada de guía hizo de él un apasionado del tenis y después del golf: le encontraréis en alguna altura verde cerca de Agen, con su mujer Nicole, o en su almacén de artículos deportivos. En el país de Gales, se visitan las estatuas de los viejos grandes jugadores: ¿qué escultor modelará un grupo por el estilo de «los Burgueses de Caen» con Basquet, Lacroix, Mazas, Sella y Dubroca, los que venidos del Mediodía, desataron la cuerda del cuello de las gentes del Norte, acosados antiguamente por los de chaqueta y por los delanteros de Inglaterra?

Las ciudades sin río no tienen alma. Agen recibe la suya de las turbulencias del Garona y pierde la primera cuando olvida las otras. Catastróficamente, cuatro veces por siglo, una inundación gigante le recuerda su bautismo que de ahora en adelante no apadrinan sino muy raros marineros actualmente menospreciados. Sin embargo la ciudad nació antiguamente de un estrangulamiento: el Garona viene aquí a toparse con un pie de la colina Sur de su lecho mayor. Todo se bloquea. Son necesarios pues barcos, barqueros o puentecillos, y el resto se sigue de ahí, es decir la historia. Cada gran proyecto de trabajos públicos reencuentra esas fundaciones. Al quedar detenido el canal lateral por el mismo obstáculo se debió construir la obra de arte, el puente que lleva la vía de agua por encima del río. Agen ve correr en cruz, el agua sobre el agua: vocación multiplicada de marinero o de marino, ahora perdida, antiguamente viva.

Aunque aquí corre del Sur hacia el Norte, el Garona corre del Este hacia el Oeste, y esta cruz constituye la ciudad, cabeza hacia Bergerac y la Dordoña, los pies en Auch, Pau y los Pirineos, tendiendo sus brazos hacia Toulouse y Burdeos, en la dirección de los dos mares. Ahora bien, esas corrientes no pasan. La tierra no conoce ciudades más extrañas que el puerto de mar y la ciudad rosa, el uno inglés y la otra española, ignorándose como la tierra y el agua. Agen no liga nada puesto que nada se intercambia entre campesinos y marinos, Bretaña y Grecia lo saben. Agen-isla yace sobre la frontera en donde un remo llevado a la espalda comienza a ser tomado por una pala para granos. Así mismo el Quercy y la Guyenne ignoran la Gascoña y recíprocamente, y yo sé algo de eso por proceder de la una y de la otra: ¡qué tempestades en torno a la mesa en dos lenguas de oc! El museo de Agen, en medio de esta isla, expone obras venidas de lejos, Goya, Courbet, Hubert Robert, salidos de España o del Jura, más Norte, más Sur.

Allí reinan Daguin padre e hijo, el primero de alta estatura, de verbo sin miramientos y gentil como se dice gentilhombre; el otro con bigotes afilados como puntas de dagas. Dos palabras sobre estos dos condes de Gascuña con dos estrellas cuyas puertas dan sobre la catedral de Auch, notable por sus sillas del coro y sobre todo por los vitrales donde la sibila y la pitia, brujas paganas, se mezclan con los ángeles y las vírgenes - ¡qué mensaje amable de tolerancia es esta lección de cohabitación! -.

Aquí se sentaría a la mesa d'Artagnan mismo a gusto con nosotros, después de bajar de su pedestal y de subir para cenar por la escalera monumental, espada bajo la capa, riendo, encantado de ver la tradición de los Armañac perpetuarse con tanto rigor feliz. Balzac diría, si volviera por los mismos escalones, que los Daguin son a Gers lo que los Barones del Guénic eran a Guérande: la esencia misma de su región.

Pues bien, el “foi grasse”, el flacucho*, el encurtido, las garbías (no leáis lo que escribe sobre ellas, en Le Capitaine Fracane el tarbeño Théophile Gauthier), el adobo, la sopa de pato, las mollejas, alinean las siete virtudes capitales de la carta, las de la glotonería. El chef las modela y sabe hacerlas variar como un compositor trabaja un tema: por ejemplo muchas tajadas de hígado que forman estrella en el plato, se siguen en orden, aquella con trufa, la otra con tomate... no las probéis en un orden diferente, da menos gusto. Nunca he podido dejar de pasar por las lentejas o las habichuelas de Tarbes, ni de terminar con las ciruelas pasas al armañac: asunto de atavismo. Mi vecina ha preferido la farándula de la repostería, sublime, que se puede escoger o con ciruelas o con chocolate. Placer de volverse a encontrar en la propia casa, en este mundo que las grandes ciudades olvidan y que reunía en torno a los mismos gestos y a idénticos gustos al cultivador y al duque, diferentes y gemelos por la tierra.

Después se puede dormir allí, amablemente, en el primer piso o en las sillas del coro.

Al Norte, duque de Guyenne y de Quercy, reina Michel Trama. Su palacio se llama la Aubergade y la capital es Puymirol.

En las alturas de esa casa-quinta, saliendo de cenar una bella tarde de invierno o de verano, procuraos sextante o anteojo de larga vista, no para buscar el Norte, sino para ser los primeros en anunciar la llegada aquí de la tercera estrella, la de los reyes y la de las mesas que hacen que valga la pena el viaje. Muchos lo han emprendido ya, y desde muy lejos. Soy bastante goloso ¡ay! y bastante conocedor ¡ay, otra vez! puesto que un tal conocimiento exige edad para saber a ciencia cierta que ninguna mesa en París vale lo que vale ésta donde todo converge hacia la perfección: el enraizamiento en los productos de la región, la variedad, el genio inventivo, la seriedad en la confección, y el estilo que hace al hombre. El menú da ya el tono, donde el pintor parece volver a tomar la página fresca de Rousseau donde la boca de la pequeña marquesa devora las cerezas o gordales que caen de las ramas una mañana de mayo. Entrad: este es el jardín, la estancia castellana, los exquisitos salones, la acogida simple y refinada.

Michel Tramas inventa aquí una síntesis entre la nueva cocina y la antigua, de la tradicional e incluso campesina con otra, futurista e inesperada. Trufa, pato, bacalao, ajo y cebolla de nuestros ancestros permanecen en nuestro plato, tan sólidos como en otros tiempos, pero una mano los cambia como el alquimista transformaba antiguamente el plomo en oro: el pato se sirve con bacalao a la provenzal y la trufa se degusta con caldo de ave; ¿os gusta la piel de ave bien frita? Os deleitaréis más bien con la de pescado en finas láminas, admirable. El chef cruza las variedades como un buen jardinero inventa las especies, multiplica el bogavante por medio de la transparente lasaña, a través de la cual se dibuja el perejil.

El genio no existe sin ese gramo de locura que abre de repente un horizonte nuevo. Las milhojas y el pastel de hojaldre de almendras y chocolate transparentes, aéreas, arcangélicas, aseguran a la mesa uno de los primeros lugares en Francia. En la sonrisa de Maryse Trama, y en el ojo pícaro de Michel, se lee el dominio y el entusiasmo, el gusto y la seguridad, la intuición y la voluntad. Llegados lejos, se les siente aún apresurados por superarse. ¿Hasta dónde van a subir? ¿Campeones de Francia, también ellos?

Habéis comprendido lo que yo admiro: subid pues a ver, a admirar a Puymirol.

Tr. por L. A. Paláu C. para el Seminario «de la Filosofía de la comunicación a la filosofía de los cuerpos mezclados». Medellín, agosto de 1992.



* Nombre exacto del «magret» en el Agenais (N. de la R.)

Michel Serres. “La lengua avanza como un glaciar”. Entrevista Franςoise Ploquin. Revista Le franςais dan le monde. Nº 333, 2004.

Franςoise Ploquin. ¿No encuentra usted sorprendente que los franceses, pueblo monolingüe, se hagan los campeones de la diversidad lingüística?

Michel Serres. Los franceses son menos monolingües de lo que lo creían los parisinos. Una buena estadística de principios del siglo XX muestra que en la época, menos de la mitad de los franceses hablaban francés. Ellos se expresaban en picardo, bretón, alsaciano, gascón o vasco. Los generales de la guerra de 1914 habían clasificado los campesinos franceses por divisiones, es decir por región, para que ellos pudieran comprenderse. Estas hablas regionales están en decadencia, pero muchas expresiones locales subsisten. Yo soy gascón de origen: existen al menos diez verbos y cincuenta palabras que utilizo a veces por descuido, con gran asombro de mis interlocutores. Existen aún rasgos de diversidad regional en el francés. Pero dejo a los especialistas de esta cuestión el trabajo de hablar de ello. Existen igualmente muchos investigadores que se interesan por los aspectos socio-culturales de la lengua. Uno encuentra muchos lingüistas en los suburbios mientras que se les ve extremadamente poco en los laboratorios científicos...

Sin embargo, la diversidad que me interesa actualmente toca los usos profesionales. Hay muchas lenguas en una lengua, lenguas relativas a los oficios, lenguas de especialidades: existe un francés comercial, un frances administrativo, un francés científico, o más aún, un francés de la biología, de la química, de la Historia Natural, de las matemáticas, de la física nuclear.... un francés de los músicos, de los bailarines... Las categorías socio-profesionales hablan idiolectos diferentes. Un numero impresionante de oficios que existían hace cincuenta años han desaparecido hoy, entrañando una aceleración importante del vocabulario de las profesiones.

Mi padre, que era marinero sobre el Garona, utilizaba una cantidad de términos relativos al trabajo sobre el agua, que han desaparecido hoy. Este fenómeno me preocupa mucho. Voy a tomar una imagen para explicarme.

En el avance de los glaciares, existen partes que van más rápido que otras. La lengua avanza de la misma manera sobre muchos frentes y de forma irregular. Ciertas especialidades son más rápidas que otras. El hablar científico evoluciona extremadamente rápido con relación a otros oficios donde la estabilidad es más fuerte. Ahora bien, ocurre que precisamente ahí donde el francés evoluciona más rápido, es decir en los idiolectos científicos, comerciales, financieros, está dominado por la lengua inglesa.

Cuando veo a los productores de cine no traducir los títulos ingleses, a los publicistas preferir el empleo del inglés, cuando estos son justamente los dominios donde la transformación del vocabulario es más rápida, temo que sacrifiquemos ahí algo importante. El historiador de las ciencias que soy se lamenta de repente que el corpus del francés científico, que es de una riqueza prodigiosa desde hace cuatro o cinco siglos, sea clausurado. En estos sectores extremadamente vivos, los miembros del organismo lengua francesa sufren necrosis.


F. Ploquin: ¿Se puede modificar esta tendencia?

M. Serres: Se podría persuadir a los publicistas de ser menos snobs, menos colaboradores en el sentido que esta palabra tenía durante la ocupación nazi, convencer a los deportistas de tener entrenadores más bien que Coachs. Solicitar la misma cosa a los científicos es ya más difícil. Yo estoy un poco en equilibrio entre la aceptación de una lengua de comunicación y el empleo del francés. La ciencia siempre ha tenido mundialmente una lengua de comunicación. Eso fue el griego en los alrededores del mediterráneo, luego el latín, enseguida el árabe, luego de nuevo el latín, después el francés durante tres siglos; hoy lo es el inglés, mañana lo será quizás el español o el urdu. Todo depende de la manera en que se orientará la investigación científica. Le estoy reconociendo, a propósito, a nuestros amigos de Québec haber lanzado la palabra Courriel para evitar e-mail. Yo me batí en la Academia francesa para tratar de imponerla y tengo la impresión que Courriel esta empezando a ganar la partida...

F. Ploquin: En la lengua, ¿la diversidad toca solamente el vocabulario?

M. Serres. El genio de la lengua francesa no se aloja exclusivamente en las palabras. La lengua inglesa inventa gustosa palabras nuevas que transforma rápido en verbos. El francés es vacilante en la creación de neologismos. La unidad semántica de la lengua francesa no esta en la palabra sino en el giro, en el segmento de frase. Los alemanes crean gustosos palabras nuevas que solo para ellos, son proposiciones. Por aglutinación ellos crean una palabra nueva, como en inglés, pero ésta no es una proposición, como en francés. Lo que es importante en el fondo en francés, es la sintaxis.

F. Ploquin: Es ser realista recomendar el plurilinguismo de manera absoluta?

M. Serres: El plurilinguismo a ultranza es insostenible. La debilidad inicial de los países de África negra es tener un mosaico de lenguas, lo que ha favorecido la implantación del conquistador, pues no podía haber allí otra lengua común que la del invasor. En la oposición de lo uno y de lo diverso, estar radicalmente por lo uno es una estupidez por imperialismo, y estar radicalmente por lo diverso es una estupidez por imposibilidad. Traducir todas las lenguas en todos los idiomas, como se pretende hacerlo en Europa, crea una relación exponencial impracticable. Acentuar la diversidad hasta el extremo, es una política insostenible y mortal. Habría mejor que decidirse a que se limite a cuatro o cinco lenguas, o aún invitar a practicar la ínter-comprensión. Cuando yo era profesor en el departamento de lenguas romances de la Universidad John Hopkins de Baltimore, nos ejercitábamos frecuentemente en hablar cada uno nuestra lengua comprendiéndonos mutuamente.

F. Ploquin: Su conocimiento del latín le es muy útil...


M. Serres: Sí, y el abandono del aprendizaje del latín y del griego va a precipitar la muerte del corpus científico que era en raíces greco-latinas y que será en raíces inglesas. Se ha descubierto, hace diez años, la señal que permite a las celulas suicidarse (si ellas no se suicidan, eso se llama el cáncer). Los tres profesores americanos que han descubierto este fenómeno fueron a visitar al profesor de griego. Desde entonces se llama a este fenómeno la Apoptose (“la caída de las hojas”, en griego).

Asistí, a fines de la guerra, a una discusión formidable entre científicos de la Escuela Normal Superior que acababan de traer de los Estados Unidos el Computador. Era claro que no se podía traducir esta palabra por “compteur” [contador], puesto que existían ya contadores a gas y contadores eléctricos. Esto ocurría en el transcurso de una comida en la cual participaban por azar sus colegas literarios latinistas. Un especialista de latín medieval hizo de un golpe notar que las cualidades de esta nueva maquina se parecían fuertemente a lo que Santo Thomas de Aquino decía del entendimiento de Dios, que él llamaba deus ordinator. La palabra Ordenador había nacido. Es por el latín y el griego que las lenguas luchan contra el inglés actualmente. Matemática, Teorema, estas palabras vienen directamente del griego y son universalmente empleadas. El mundo moderno es científico y, por esto, habla una lengua heredada del greco-latín. ¿Cuál hablará mañana?

F. Ploquin: ¿Y si hablamos de los docentes? ¿Le parece que los profesores estan a gusto en el mundo moderno?


M. Serres: Yo me he ocupado mucho de las nuevas tecnologías y puedo decirle que muchas de las profesiones modernas, los políticos, los periodistas, los P-DG, están lejos, muy atrás de los profesores en el conocimiento de estas técnicas. Los profesores tienen por lo demás un avance extraordinario sobre la historia, por que ellos estan constantemente en comunicación con los jóvenes. El resto de la población vive entre adultos y viejos y en un medio que retarda de manera abominable. Regularmente los periodistas y los políticos descubren fenómenos que los profesores conocen desde hace más de diez años.

F. Ploquin: Y la escuela, ¿está ella acorde con su tiempo?


M. Serres: Yo espero mejor que no… ¡La actualidad es la repetición! Es el aburrimiento absoluto repetido al mismo tiempo por todos los diarios y por todas las cadenas de televisión, y esto desde la fundación del mundo. ¿Quién mato a quién? ¿Fue Caín quien mato a Abel?, esta es una noticia que tiene millones de años de edad. Por el contrario, nosotros, en la enseñanza, decimos lo nuevo todo el tiempo. Es por esto que la idea de adaptar la escuela a la sociedad es una catástrofe. La sociedad actual esta a tal punto triste, normada, formateada, aburridora, que la perspectiva de adaptar los espiritus jóvenes, creadores, inteligentes, rápidos, ágiles, vivos, a esta especie de hormigonado de las conciencias y de las inteligencias es un proyecto mortal. Sería urgente adaptar la sociedad a la escuela para que ella respete el saber y la belleza.

Traducido por Roman Aguiar Montaño. Historiador. Universidad Nacional de Colombia. Sede-Medellín, Febrero 19 de 2005.