domingo, 5 de octubre de 2008

El Infinito y el infinito. Maurice Blanchot. Traducción de Andrés Builes S.


“Admirable Michaux, él es un escritor que estando más cerca de sí mismo se ha unido a la voz extranjera, y tiene la sospecha de haber caído en una trampa y de que lo que se expresa aquí con los sobresaltos del humor ya no es su voz, sino una voz que imita a la suya. Para sorprenderla y recuperarla cuenta con los recursos de un humor redoblado, de una inocencia calculada, de los rodeos de la astucia, de los retrocesos, de los abandonos y, en el momento en que perece, de la punta repentina, acerada, de una imagen que traspasa el velo del rumor. Combate extremo, victoria maravillosa, pero desapercibida” (El libro por venir).[1]


Pienso sin justificación y quizá sin excusa en evocar, uno cerca del otro, el infinito de Borges y el infinito de Michaux. Una de las tareas de la crítica debería hacer imposible toda comparación. Algunos escritores pueden estar próximos, las obras no lo están. Sucede que ellas se iluminen aparentemente la una a la otra y que, como lo dice T. S. Eliot, la última que llega suscite e influencie toda la literatura anterior. Así por algún tiempo, cuántos libros y cuántos pensamientos, desde Zenón hasta Pascal, se han emparentado con Kafka; así Heráclito recibe su luz de un gran poeta de hoy día. Así Mallarmé ha despertado a Sponde, ha despertado a Donne y a Scève, aunque nos deje a nosotros mismos dormidos. Este fenómeno no se explica tan fácilmente como se desearía. Quizá nunca seamos capaces de leer más que un solo libro. La lectura de un libro basta con holgura a toda una vida; a partir de ese libro, leemos todos los otros o lo leemos en todos los otros, en los que sin embargo él no se repite, sino que se diversifica o se multiplica al infinito. El crítico que lee con igualdad, con un saber imparcial, siempre un libro de más, debería verse como ligeramente monstruoso. Leer a Borges y a Michaux, y mantenerlos juntos para sacar de ellos un pensamiento, es, creo, un acto secretamente punible.


Tanto más cuanto que los virtuosos de la comparación no dejarían de encontrar denominadores comunes entre estos dos escritores: Kafka, precisamente, sería uno de ellos; lo fantástico, en uno, la lucidez en lo fantástico, en otro; el hecho de que uno venga de Sudamérica, mientras que el otro va, el hecho de que aquél que nació en Occidente parezca un escritor exótico, y que Borges, escritor Argentino, sea amado melancólicamente por los lectores franceses porque él representa para ellos la excelencia literaria que creen propia de su cultura y de la cual no han tenido casi ningún modelo desde el siglo XVIII. Y aún más, veo una cercanía entre Michaux y Voltaire. Claridades, pero a condición de que se apaguen enseguida. El juego de las comparaciones nos abre finalmente lo incomparable.


Borges dice del infinito que esta idea corrompe y altera las otras. Michaux habla del infinito, enemigo del hombre, y dice de la mescalina que “rechaza el movimiento de lo finito”: Infinivertida, ella destranquiliza. Supongo que Borges ha recibido el infinito de la literatura. No se trata de hacer entender que él tiene en el infinito sólo un conocimiento tranquilo, sacado de obras literarias, sino de afirmar que la experiencia de la literatura está quizá fundamentalmente próxima de las paradojas y de los “sofismas” de lo que Hegel, para confinarlo, llamaba el malo infinito. La verdad de la literatura estaría en el error del infinito. El mundo en que vivimos y tal como lo vivimos es por fortuna limitado: nos bastan algunos pasos para salir de nuestra habitación y algunos años para salir de nuestra vida. Pero supongamos que en este estrecho espacio, de repente oscuro, de repente ciegos, nos extraviamos; supongamos que el desierto geográfico devenga el desierto bíblico: ya no son cuatro pasos, ya no son once días lo que nos bastaría para atravesarlo, sino el tiempo de dos generaciones, toda la historia de toda la humanidad, y quizá aún más. Para el hombre mesurado y de medida, la habitación, el desierto y el mundo son lugares estrictamente determinados. Para el hombre desértico y laberíntico entregado al error de un camino necesariamente un poco más largo que su vida, el mismo espacio será verdaderamente infinito, incluso si sabe que no lo es y tanto más cuanto sabrá que lo es. El error, el hecho de estar en camino sin poder detenerse nunca, cambia lo finito en infinito. A lo que se añaden esos trazos singulares: de lo finito que está sin embargo cerrado, siempre se puede esperar a salir, mientras que la infinita vastedad es la prisión, que no tiene salida, de igual modo que todo lugar absolutamente sin salida deviene infinito. Además, el lugar del extravío ignora la línea recta: en él nunca se va de un punto a otro; no se parte de aquí para ir allá; ningún punto de salida y ningún comienzo en la marcha —antes de haber comenzado, ya se recomienza, antes de haber acabado se repite, y esta clase de absurdo, que consiste en volver sin haber partido nunca, o en comenzar por recomenzar, es el secreto de la “mala” eternidad, correspondiente a la “mala” infinitud, en el que quizá ambas encierran el sentido del devenir—.


Borges, ese hombre esencialmente literario, lo cual quiere decir que siempre está dispuesto a comprender según el modo de comprensión que autoriza la literatura, se enfrenta con la mala eternidad y la mala infinitud, las únicas que quizá podríamos experimentar, hasta esa inversión gloriosa que se llama éxtasis. Para él, el libro es en principio el mundo y el mundo es un libro. Esto es lo que debería tranquilizarnos acerca de la razón del universo, pues podemos dudar del sentido del universo, pero de los libros que hacemos y en particular esos libros de ficción que organizamos en toda reflexión, como problemas perfectamente oscuros a los cuales convienen soluciones perfectamente claras, semejante a las novelas policíacas—, en esos libros reconocemos que hay inteligencia y que son animados por ese maravilloso poder de agenciamiento que es el espíritu. Si el mundo es un libro, el mundo es legible; gran satisfacción para un hombre de letras. Pero, si el mundo es un libro, todo libro es el mundo, y, de esta inocente tautología, resultan consecuencias temibles: para empezar ya no hay un límite de diferencia; el mundo y el libro se reenvían eterna e infinitamente sus imágenes reflejadas; ese poder indefinido de espejeamiento, esa mulplicación centelleante e ilimitada —que es el laberinto de la luz, que por lo demás no es nada— será entonces todo lo que encontremos, vertiginosamente, en el fondo de nuestro deseo de comprender. Aun más, si el libro es la posibilidad del mundo, debemos concluir de eso también que en el mundo están actuando no sólo el poder de hacer, sino además ese gran poder de fingir, falsear y engañar, del cual toda obra de ficción es el producto tanto más evidente cuanto que ese poder estará mejor disimulado en ella. Ficciones, Artificios son desde entonces los nombres más honestos que la literatura pueda recibir, y reprochar a Borges el escribir unos relatos que responden demasiado bien a estos títulos, es reprocharle ese exceso de franqueza sin el cual la mistificación corre peligro de agarrarse pesadamente a la palabra (Schopenhauer, Valery, se ve, son los astros que brillan en ese cielo privado de cielo).


La palabra falseamiento, la palabra falsificación, aplicadas al espíritu y a la literatura, habitualmente nos impactan. Pensamos que un tal genero de engaño es quizá demasiado simple, pensamos que, si existe la falsificación universal, es aún nombre de una verdad quizá inaccesible, pero venerable e incluso adorable. Pensamos que la hipótesis del genio maligno no es la más desesperante: un falsificador, incluso todo poderoso, es una verdad sólida que nos exonera de pensar más allá. Borges comprende que la peligrosa dignidad de la literatura no es hacernos suponer que en el mundo hay un gran autor, absorbido en mistificaciones soñadoras, sino hacernos experimentar la proximidad de un poder extraño, neutro e impersonal. Le gusta que respecto a Shakespeare se diga: “Se parecía a todos los hombres, salvo en aquello en que él se parecía a todos los hombres”. Él ve en todos los autores un solo autor que es el único Carlyle, el único Whitman, que no es nadie. Él se reconoce en George Moor y en Joyce —él podría decir en Lautréamont, en Rimbaud— capaces de incorporar a sus libros páginas y figuras que no les pertenecían, pues lo esencial es la literatura y no los individuos, y dentro de la literatura, lo esencial es que ella sea impersonal en cada libro, la unidad inagotable de un único libro y la repetición fatigada de todos los libros.

Cuando Borges nos propone imaginar un escritor francés contemporáneo que escribe, a partir de unos pensamientos que le son propios, algunas páginas que reproducirán textualmente dos capítulos de Don Quijote, ese absurdo memorable no es nada diferente de aquél que se cumple en toda traducción. En una traducción, tenemos la misma obra en un lenguaje doble. En la ficción de Borges, tenemos dos obras en la identidad del mismo lenguaje y, en esa identidad que no es una identidad del lenguaje, el espejismo fascinante de la duplicidad de los posibles. Ahora bien, allí donde hay un doble perfecto, el original es borrado, e incluso el origen. Así, el mundo, si pudiera ser exactamente traducido y redoblado en un libro perdería todo comienzo y todo fin y devendría ese volumen esférico, finito y sin límites, que todos los hombres escriben y donde están escritos; eso sería, eso será el mundo pervertido en la suma infinita de sus posibles.[2]


La literatura no es un simple engaño, es el peligroso poder de ir hacia lo que es mediante la infinita multiplicidad de lo imaginario. La diferencia entre lo real y lo irreal —el incalculable privilegio de lo real— es que existe menos realidad en la realidad, siendo la realidad de la irrealidad negada y apartada por el trabajo enérgico de la negación y por esta negación que es también el trabajo. Es ese menos, especie de enflaquecimiento, de adelgazamiento del espacio, lo que nos permite ir de un punto a otro, según el modo feliz de la línea recta. Pero es lo más indefinido, esencia de lo imaginario que impide a Kafka alcanzar el castillo, como le impide por la eternidad a Aquiles alcanzar la tortuga, y quizá al hombre vivo alcanzarse a sí mismo en un punto que volvería su muerte perfectamente humana y, por consecuencia, invisible.

Henri Michaux, un día, decidió probar la mescalina y volverla experiencia. Como resultado obtuvo unos días de asombro, y unas veces su derrota y otras su victoria —y para nosotros dos grandes libros que haría falta meditar con exceso si en los libros se encontrará aún algo serio para nosotros—. Leo en el segundo de esos libros: “HE VISTO LOS MILLARES DE DIOSES. He recibido el regalo maravilloso. Se me han aparecido, a mí, que no tengo fe (sin conocer la fe que quizá yo podría tener). Estaban allí, presentes, más presentes que cualquier otra cosa que haya visto”. ¿Y qué dice esto? El espíritu más lucido de una lucidez astuta e incluso retorcida, extremadamente malévola para todo lo que él encuentra, extremadamente firme contra lo que él cree, inventando e imaginando precisamente para no dejarse acrecentar por ella y por una incredulidad desconfiada que sin cesar la desata de lo que existe a la vista real y ficticiamente. Además, un hombre perfectamente enterado de los giros (tours) de la creencia, y no menos enterado de los giros de la mescalina cuyas estratagemas él mismo y en él mismo ha denunciado. “Y sin embargo… Sin embargo ellos estaban ahí, ordenados por centenas unos al lado de otros (pero de los millares apenas perceptibles seguían, y mucho más que de los millares, una infinidad. Esas personas estaban ahí, tranquilas, nobles, suspendidas en el aire por una levitación que parecía natural, apenas móviles o, más bien, animadas en el mismo lugar. Esas personas divinas, y yo, solos en presencia”. Se trata de alguien que, tenemos todas las razones para creerlo, ha encontrado entonces a los dioses. Revelación única. ¿Pero acaso nos reunimos alrededor de este encuentro? ¿Acaso abandonamos nuestras ocupaciones, nuestros pensamientos, para interrogarnos sobre una afirmación tan importante? En absoluto. Incluso los admiradores de Michaux señalan el incidente sin conmoverse. Señalo inicialmente esta indiferencia.

El primer volumen, Miserable milagro, describe una primera serie de experiencias. Dos fueron tranquilas, dominadas, hostiles; la tercera, ya diferente, es más amigable; la cuarta, por un error de dosificación, extraño error lleva a Michaux cerca de lo que él afirma haber sido la locura. Libro soberbio que describe con medida lo que no tiene medida, con igualdad lo que no tiene igual y, si la mescalina lleva en ella el germen de lo divino, mostrando que el hombre, señor de lo que dice, es en todas partes un poco superior a sus dioses. Michaux siempre ha sido extraordinariamente natural en lo extraordinario, pero aquí él es natural con una tranquila autoridad que alegra el espíritu, diciendo solamente lo que fue, sin ser injusto con él ni con ese otro que él deviene. No digo que el dominio sea necesariamente nuestra aspiración más elevada, sino que —al igual que un hombre cuando muere dueño de sí, quizá traiciona la muerte, pero da muestras de cortesía respecto a su esencia humana, al igual que aquel que absorbe una sustancia trastornante (déréglante) de donde se espera lo excesivo— lleva más el espíritu a su poder extremo por su fuerza reglada (réglée) que por su abandono al desarreglo (dérèglement).

10. El segundo libro es lejano, menos abordable.[3] ¿Por qué Michaux decidió seguir la experiencia? ¿Qué deseaba saber él aún? ¿Y aún se trataba para él de saber? Él no nos lo dice. Al contrario, él nos dice que no nos lo dirá todo, y lo sentimos en efecto más reservado, más silencioso y se confía mucho menos de nosotros que de la mescalina. De donde sería fácil concluir que aquí Michaux ha franqueado el umbral y ha pasado al otro lado, ya no dice lo infinito en su presencia dominante y dominada (su inmanencia), sino que él mismo ha devenido el infinito realizado (su trascendencia substancial).


Sugeriré lo que desconozco. La mescalina es tenida en cuenta por su pureza, la exactitud con la cual responde a sus dosis, la honestidad que lo lleva a abandonarse, mientras la abandona, no sobreviviendo a ella misma, contrariamente a muchas de las sustancia embriagantes, incluso las más ordinarias, que dejan detrás de sí la sed, la necesidad, el extremo deseo sin deseo. En ese sentido, ella estaría excepcionalmente privada de infinito, poniendo fin a sí misma de una manera tan precisa y calculada —casi abstracta— que aquí ya sobrepasaría el talante humano que es incierto e indeciso; infinita, siendo excesivamente finita. Hay en el mundo muchos hombres que guardan de la mescalina un recuerdo interesado, pero nada más: por mucho que lo sepan y que se sepa, ellos son lo que ellos eran. Uno puede entonces abordarla con interés, con curiosidad, pero sin angustia (si encontrarse intacto es por todas partes nuestro deseo). Michaux habla, el primer día, de angustia, pero sin insistir. Todo indica que sigue la experiencia vigilándose perfectamente a sí mismo, observando, actuando, luchando desde luego, pues la mescalina le asalta con premura desde todas partes —y Michaux no es hombre de entregarse al enemigo, aunque siempre presto a ir a ver curiosamente del lado del enemigo para juzgar mejor sus maniobras. ¿Es Michaux demasiado desconfiado? La desconfianza no fue premeditada: “Estaba preparado sin embargo para admirar. Había venido confiado. Ese día, se removieron mis células, fueron sacudidas, saboteadas, puestas a convulsionar… Se me ordenaba ser condescendiente. Para complacerse con una droga hay que querer estar sujetado. Yo me sentía demasiado ‘des obligado’”. La decepción se afirma con claridad. El espectáculo fue brillante; la conmoción, considerable pero artificial, fue unas veces deshonrosa, y otras lamentable. (¿Pero la decepción misma no es excesiva? Más que la libre impresión del observador en relación con la mescalina ¿no es acaso esa decepción la impresión que la mescalina le impone inmoderadamente para dejarse atrapar mejor, el exceso de la decepción que por consiguiente hace de la decepción algo atrayente y un tanto maravillosa?)


En la tercera experiencia, que quizá prepara el error de la cuarta, algo cambia. La cuarta modifica todo, todo el horizonte y todas las condiciones de la experiencia, precisamente a causa del error. Aquel que ha absorbido por descuido seis veces la dosis no tiene que enfrentarse con una agitación inocente y decepcionante, sino que se descubre de repente expuesto a lo imprevisible y librado a lo insoportable. Ya no hay nada seguro, ya no hay sinrazón prudente. Hasta aquí se jugaba, ahora se está puesto en juego. En ese caso, la acción de la mescalina no es más que un elemento en el horror que apresaba el espíritu. El poder de conmoción es el espíritu mismo, arrojado fuera de sus vías, de sus límites y de sus previsiones. El miserable milagro de la mescalina deviene el espantoso espejismo del espíritu. Es terrible caer bajo el poder del espíritu (el espíritu pervertido en su poder), haría falta añadir: decepcionante —terrible y decepcionante—. En las descripciones siempre nítidas, incluso cuando todo se hace extremadamente dramático, esta nota persiste: es terrible, más allá de lo terrible, sin embargo decepcionante. Quizá la locura es decepcionante; en unos esa decepción consuma la ruina de la sinrazón que a los otros ayuda a liberarse.

Un acontecimiento tan fuerte, incluso rebasado, deja la vida diferente. Las ocho experiencias cuyos resultados consigna el segundo libro, aunque técnicamente semejantes en su forma, se desenvuelven en otro plano y en una dimensión diferente, que puede nombrarse, a la ligera, espíritu. ¿Se trata aún de la mescalina? ¿O bien de ese espíritu —el suyo, pero transformado, pero irreflexiva e irrealmente poderoso— en el que hubo la revelación en la sorpresa de esa apariencia de locura (lo que quiere decir quizá locura dos veces loca en su duplicidad redoblada)? No lo sé, arriesgo torpemente esta hipótesis: el veneno en esta nueva serie no sería más el veneno, sino el espíritu mismo, cambiado en la irrealidad del poder. Es necesario señalar tres modificaciones: las dosis absorbidas se han vuelto muy débiles, mientras que los efectos no cesan de ser más desmesurados, de una desmesura más interior, más alejada de nosotros. La palabra infinito, importante en el primer libro, se vuelve esencial: aunque significando siempre una aceleración infinita, un acceso indefinidamente incrementado, es decir, el infinito en movimiento y por el movimiento tiende también a volverse otra cosa, otra realidad, una región extrema que está allá y que se podría abordar. Finalmente, y es quizá lo más notable, la desconfianza lúcida cesa, así como disminuyen la decisión de observar y de saber, la voluntad de ir más allá combatiendo y no abandonándose. Gran novedad de parte de un hombre al que no le gusta que se entrometan con él. Exaltación, abandono, confianza sobre todo: lo que se necesita en la proximidad de lo infinito. (¿Y por qué, en efecto, la confianza —tener confianza en lo que llega, en aceptar el sentido tal cual se da, acogerlo preservándolo— no sería, al igual que la desconfianza critica, la vía de la lucidez?)

El infinito turbulento, esta expresión tiene una gran fuerza de afirmación. Yo señalaría que, contrariamente a muchos de aquellos que han interrogado a la mescalina, Michaux casi no ha intentado saber de qué manera ella cambia las relaciones con el afuera (el mundo, los hombres); el afuera está en él; la experiencia es completamente interior; el rostro velado, sólo espera el develamiento de su espíritu. Una de las tentaciones del lector que no es completamente ignorante de estos movimientos sería pretender aproximarlos a aquellos de la manía: en muchos puntos, las descripciones concuerdan, la aceleración del flujo mental (y a veces verbal), la agitación irreprimible, la repetición desenfrenada, y siempre la necesidad de pensar más rápido, de estar, mediante este pensamiento rápido, siempre ya delante de lo que hay que pensar (pero, en la manía, pocas imágenes, nada de visiones, ningún infinito). Michaux, hablando de su “avalancha en lo mental” dice con precisión: mezcla de manía aguda y de esquizofrenia. Y en efecto, algunos especialistas creyeron por algún tiempo que la mescalina les entregaría los secretos de la esquizofrenia (término, por lo demás, de los más vagos), pero esas aproximaciones, tan insuficientes como inútiles, no hacen más que llevarnos a poner etiquetas en nuestras ignorancias.[4]

Sería más instructivo evocar una actitud simple como la impaciencia. La impaciencia también cambia el tiempo. En la impaciencia, no sólo perdemos la posibilidad de detenernos, de colocarnos y mantenernos firmemente en nuestra posición —idea, imagen, palabra—, sino que hemos perdido también esa posibilidad habitual de avanzar que es el tiempo. Ya no soportamos el tiempo, ni el tiempo común, ni quizá ninguna forma de tiempo: en el tiempo, no tenemos ningún tiempo (es lo que el impaciente responde siempre: “no tengo tiempo”). El tiempo, por la impaciencia se vuelve la insoportable ausencia de tiempo. “Esto no puede durar”, otra maldición del impaciente; pero precisamente porque esto no puede durar, esto no puede dejar de durar, y el impaciente está entregado a lo que dura sin tregua, a la duración que se vuelve la imposible duración.

El infinito está aquí muy cerca, pero, en general, la impaciencia es muy impura. Una de los dotes de la mescalina —uno de sus dones— tal como Michaux lo ha recibido, es que la impaciencia, la pura turbulencia, es también el infinito. Parece que ella lo ofrece, de un lado, por la fragmentación al infinito, como si el tiempo, según la exigencia espacial, se dividiera en ínfimas unidades de tiempo, siempre más divisibles; de otro lado, por el paso al límite: cada vez la continuidad es dada (es rechazada) por la pura y excesiva secuencia de la discontinuidad; la intermitencia, prodigiosamente sucesiva, es lo ininterrumpido que siempre ha arruinado y pulverizado ya de antemano el todo en más que todo y en menos que nada. De ahí una pureza de negación de la cual no tenemos ninguna idea (y quizá una de las dignidades de la mescalina es su temible intransigencia abstracta, exigiendo del espíritu que no descanse ni en sus imágenes, ni en sus pensamientos, ni en las palabras, ni en el paso de las unas a las otras, ni en la rapidez de ese paso). El no, cuando cesa, no da lugar a un sí. El No puro en la pureza indefinida de su repetición incesante, y de su cesación siempre más violenta, no se abisma en el Sí necesariamente impuro. De ahí, para unos, la fuerza soberana de una negación que no se niega, y para otros el presentimiento de un Sí completamente nuevo, no ya único, sino indefinidamente plural.

Quizá una de las sorpresas de la mescalina es su pureza. La pureza impide la agitación de acabar en confusión, y de igual modo que excluye el vago desorden, arruina la tranquila composición del orden. Las imágenes que da son demasiado puras. Su artificio es hecho de este exceso de pureza. Todo es vertiginoso sin vértigo; la regresión al infinito opera en el horror seco de una implacable precisión. El infinito es sólo la repetición del No rechazando lo finito, rechazando también lo no-finito, con un poder cruel que ya está en la rectitud de la máquina (y Michaux habla del mecanismo de infinidad, de la metafísica comprendida por la mecánica). Otras sustancias dan el inmenso espacio, la espera tranquila en el seno de una espera más tranquila, la mediación solemne que se inmoviliza en una ensoñada ignorancia. La mescalina casi no tiene espacio, ella hace del pensamiento la línea cruelmente recta, indefinidamente reducida al desmigajamiento puntual. Siempre una dirección única (si uno no la altera), y así eternamente: una eternidad reducida a un punto —y, desde que se la altera, la nueva dirección es de nuevo única eternamente, tan rápidamente apresada que destruye el tiempo mismo del cambio (no hay nunca incertidumbre, no hay detención, ni ningún retardo)—; finalmente, el espíritu es dividido en una infinidad de direcciones indefinidamente progresivas, cada una única y absoluta, eterna y eternamente reducida a un punto eternamente reducible.

Enunciaría esta idea sin decidirme aún: se diría que la mescalina está vinculada con el atroz análisis, que ella es la violencia abstracta, la intratable dominación de la pureza, y que se confunde con la espantosa moralidad del poder, la impura pureza del espíritu que se sustrae para exaltarse en el poder. Así la mescalina y el infinito que pone en práctica no existirían sin evocar la tiranía fría y casta de la ciencia: es la locura científica, perfectamente dosificada y reglada por la ciencia (contrariamente al peyote, que es un compuesto más rico, más inestable y menos seguro). Infinito en que el arte, que no busca el poder, no se adapta de buena gana. Michaux dice que al día después de la experiencia mescaliniana (aunque en la primera serie y antes del error de dosis) ningún cuadro le pareció interesante: “Todos me parecían estúpidamente (¡y voluntariamente!) desviados de lo innombrable, quizá del infinito… Al igual que las bellas páginas de la literatura me parecían sin interés, ciegas, avaras, mezquinas. El hormigueo, incluso inconsciente, se mantenía aún en mí, me impedía comunicar con la simplicidad, y la grandeza, demasiado ligada a la medida, no tenía ya sentido; ésta se había perdido para mí”.

Sin embargo, sucede que, contra la mescalina, y luego en un acuerdo secreto con ella, Michaux escribió dos de los más bellos libros. En esos libros, yo haría notar el papel que cumplen los dibujos, la escritura y las anotaciones al margen; esas palabras marginales dan a la lectura una nueva dimensión. Michaux dice que ellas sugieren “los encabalgamientos, fenómeno siempre presente en la mescalina, y sin el cual es como si se hablara de otra cosa. Él añade: No se han utilizado otros ‘artificios’, pues se hubieran necesitado muchos”. Él añade aún esto, que hay que leer atentamente: “las dificultades insuperables provienen: 1) de la velocidad inaudita de aparición, transformación, desaparición de las visiones; 2) de la multiplicidad, de la pululación en cada visión; 3) de los desarrollos en abanicos y en umbelas, por progresiones autónomas, independientes, simultáneas (en cierto modo en siete pantallas); 4) de su género inemocional; 5) de su apariencia inepta y más aún mecánica: ráfagas de imágenes, ráfagas de ‘sí’ o de ‘no’, ráfagas de movimientos estereotipados”.

Uno no sabe si es necesario añorar o admirar la sabiduría de Michaux que, bosquejando aquí una nueva forma de la literatura, ha renunciado a ella por repugnancia del artificio. Como si la artificiosa mescalina quitara lucidamente lo que da, enemiga de todos y de sí misma, infatigable enemiga, hasta esa secreta amistad por la cual exige el secreto. Artificios, recuerdo que Borges ha dado ese título a una de sus selecciones donde su pensamiento juega con el infinito. Presumo que él llama la atención sobre el artificio, por modestia, por respeto al arte, por astucia también, conociendo ese pérfido, ese maravilloso poder de inversión que es la literatura, artificial allí donde se la desea natural, incomparablemente verdadera cuando reside por debajo de la verdad y da curso al error propio en el infinito. Retengo esta afirmación de una de las Investigaciones: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Así él nos ha sugerido, con su indolente discreción, lo que podría ser su propio secreto: que el escritor es aquél que vive con fidelidad y atención, con admiración, con angustia, en la inminencia de un pensamiento que no es nunca más que el pensamiento de la eterna inminencia.*



[1] Tomado de El libro por venir, (Cristina Peretti, Emilio Velasco, trads), Madrid, Trotta, 2005, pg. 260.

[2] Esa perversión es quizá el prodigioso, el abominable Aleph.

[3] Henri Michaux, El infinito turbulento, Editorial MCA, España.

[4] El mismo Michaux hace estas salvedades: “después de muchos psiquiatras he hecho el ensayo en Miserable milagro, y hallé sospechoso el término esquizofrenia experimental para designar el estado en que me había encontrado después de haber absorbido una dosis demasiado fuerte de mescalina. Al parecer uno no debería llamarlo de otro modo diferente al de locura mescaliniana”.

* Nota del editor: En el momento de su publicación en les Cahiers de l’Herme, este texto estaba seguido de esta carta:

Querido Raymond Bellour,

Usted lo sabe, estoy feliz de participar en este número de homenaje, y usted sabe por qué: pocos escritores me son tan próximos como Michaux. Pero esta participación no debe significar, de esto no cabe duda, que apruebo una empresa como L’Herne o los juicios de aquellos que la dirigen. Yo diría con más precisión: que Céline haya sido un escritor entregado al delirio no me lo hace antipático, pero ese delirio se experimentó mediante el antisemitismo; el delirio no excusa nada aquí; todo antisemitismo es finalmente un delirio, y el antisemitismo, así fuese delirante, sigue siendo la falta capital.

A usted simpáticamente.

Maurice Blanchot