lunes, 12 de mayo de 2008

La Agenais, una región que se sube a la cabeza Michel Serres

Llevando un apellido idéntico al de las colinas occitanas, Michel Serres [Miguel Sierras] es a la vez completamente agenés, filósofo e historiador de las ciencias y de los sentidos. Para «Expression», partió a la búsqueda de su región natal, perfumada de armañac y nutrida con una cocina encarnada por el mosquetero de Auch, André Daguin, y vuelta a inventar por un joven chef, Michel Trama que supo tocar sus papilas y su alma.

Exceptuando algunos cantones del Extremo Oriente, no se conoce lugar sobre la tierra en el que las mujeres y las chicas sean más bonitas, gentiles, finas, vivas, que los alrededores de Agen, sobre el Garona medio. Esta acumulación densa de refinamiento femenino sorprende y encanta a los raros turistas que se aventuran por allí, donde comienza España en Francia, como se dice que África comienza en los Pirineos. Diré de los varones que son más jactanciosos y perezosos: se les siente colmados por una tierra muelle, un clima ligero, un amor inmoderado por los juegos y las diversiones, por ese milagro (que cada generación renueva) de la relumbrante feminidad aquitana. ¡Que viajen y trabajen los que no tiene todo esto!

Se cita con gusto el momento propicio para su viaje hacia algún lugar: Abril a Portugal, la primavera japonesa o tunesina, el verano de los Indios para Quebec. Agenais no conoce estación dura, situado en medio del mundo templado: allí las semanas pasan suavemente. Uno recuerda inviernos sin calefacción, no se viven más que medias-estaciones sobre el Garona medio.

El otoño expresa su gloria por medio de las setas, las palomas torcaces y las ciruelas, entre otras. Es necesario caminar por las hileras de ciruelos de injerto, bajo el bombardeo de baloncitos azules. André Faure-Dère, viejo hermano, las recoge ahora con máquina y las hace cocer en el mercado-estación de Agen en gigantescos toneles. Se probará la ciruela por lo menos cinco veces: violeta, parma, fresca, fusible, como postre o al pie del árbol; medio cocida, café, casi seca pero carnuda, en el estado en el que entra al tarro del armañac por un año, cita con copita; ciruela pasa negra, antiguamente cocinada seis veces sobre esterillados de mimbre, en el horno de la granja, alimento dinámico del deportista, alpinista o maratonista, pequeño almacén concentrado de vitaminas para el marinero de largos recorridos, depósito o banca de energía sin inflación; en mermeladas, color siena carmíneo, para quienes amáis visitar en la cava por la tarde, en pequeños o grandes frascos, vuestras seguridades maternas; en la lata circular de ciruelas pasas rellenas, rojas, rosadas, verdes, según la almendra o la baya, regalo de aniversario o de fiesta, enviada a los huéspedes o a los enamorados... La pequeña Bretaña prepara el “pie” de ciruelas pasas mezclando la reina Eleonor y la isla Ceylan; la grande prefiere echarlas en el té. Agen viaja un poco por todas partes por medio de sus ciruelas.

Y cuando las flores de los frutales hacen levitar la llanura de rosa y blanco, la población vuelve a sus pequeñas migraciones estacionales por las ciudades vecinas. Ha llegado el momento de la fase eliminatoria. Pues en la ciudad de Agen tiene sede lo que se podría llamar la Academia francesa del rugby de quince. Allí se juega ese juego desde hace medio siglo y yo nací el año en el que el club local se volvía por primera vez campeón de Francia. Mis correligionarios, que han permanecido paganos desde la noche de los tiempos, veneran quince dioses variables, blanco y azul, color de cielo, en la lucha contra Biterrosos y Toulousanos, rojo y negro, color de infierno, según la estación y los rebotes caprichosos de la pelota. Desde el invierno hasta la primavera, ellos van a adorarlos, en el ruido y la furia, en el estadio, cada dos domingos en la tarde; y aunque emigrado desde hace más de treinta años, aún los adoro desde lejos por su elegancia y por su gusto en la valentía: el espectáculo les parece preferible a la victoria y la belleza a la dominación, sus adversarios confiesan que pueden vencerlos pero no imitarlos; por esta razón, loca y sabia, heredada, yo creo de los antiguos Galos, me gustaría escribir como ellos corren, saltan y marcan, brillantes, distinguidos, iba a decir aristocráticos. Aquí juega el clasicismo.

Pierrot, mi amigo, tu has alegrado el final de mi juventud. Pierre Lacroix, nacido capitán, capitán morirá. Hace tres siglos habría dirigido a golpes de baqueta la carga a campo raso de una brigada de mosqueteros, reencarnación del mariscal de Estradas, cuya casa aquí todavía se encuentra en pie. Hace veinticinco años - ¡ya hace un cuarto de siglo! - entrenaba tropas en pantalones cortos hacia la victoria en las finales o en los torneos en Francia o en las tierras australes. La llama que se vio brillar en ese estadio de Agen y que después se ha vuelto a ver, bella, nunca había chasqueado tan alto ni tan incandescente. El ritmo, claro y sostenido, el orden inteligente, la agudeza incisiva, la aceleración minuciosa, y por encima de todo, la enciclopedia del rugby; Agen vio de todo por esa época, hojeando el domingo la revista de todos los escenarios posibles, dictada por el mandamás del juego. ¿Su secreto? Lo serio, la aplicación, esta idea fuerte y modesta de que no es necesario tener en cuenta el talento, ese añadido caprichoso, que uno debe trabajar sus mejores golpes completamente como si no se les tuviese confianza. Lacroix, pedagogo, aclimataba el genio. Pierrot, mi amigo, nunca sabrás hasta qué punto me has enseñado la sana moral artesanal. Su retirada de guía hizo de él un apasionado del tenis y después del golf: le encontraréis en alguna altura verde cerca de Agen, con su mujer Nicole, o en su almacén de artículos deportivos. En el país de Gales, se visitan las estatuas de los viejos grandes jugadores: ¿qué escultor modelará un grupo por el estilo de «los Burgueses de Caen» con Basquet, Lacroix, Mazas, Sella y Dubroca, los que venidos del Mediodía, desataron la cuerda del cuello de las gentes del Norte, acosados antiguamente por los de chaqueta y por los delanteros de Inglaterra?

Las ciudades sin río no tienen alma. Agen recibe la suya de las turbulencias del Garona y pierde la primera cuando olvida las otras. Catastróficamente, cuatro veces por siglo, una inundación gigante le recuerda su bautismo que de ahora en adelante no apadrinan sino muy raros marineros actualmente menospreciados. Sin embargo la ciudad nació antiguamente de un estrangulamiento: el Garona viene aquí a toparse con un pie de la colina Sur de su lecho mayor. Todo se bloquea. Son necesarios pues barcos, barqueros o puentecillos, y el resto se sigue de ahí, es decir la historia. Cada gran proyecto de trabajos públicos reencuentra esas fundaciones. Al quedar detenido el canal lateral por el mismo obstáculo se debió construir la obra de arte, el puente que lleva la vía de agua por encima del río. Agen ve correr en cruz, el agua sobre el agua: vocación multiplicada de marinero o de marino, ahora perdida, antiguamente viva.

Aunque aquí corre del Sur hacia el Norte, el Garona corre del Este hacia el Oeste, y esta cruz constituye la ciudad, cabeza hacia Bergerac y la Dordoña, los pies en Auch, Pau y los Pirineos, tendiendo sus brazos hacia Toulouse y Burdeos, en la dirección de los dos mares. Ahora bien, esas corrientes no pasan. La tierra no conoce ciudades más extrañas que el puerto de mar y la ciudad rosa, el uno inglés y la otra española, ignorándose como la tierra y el agua. Agen no liga nada puesto que nada se intercambia entre campesinos y marinos, Bretaña y Grecia lo saben. Agen-isla yace sobre la frontera en donde un remo llevado a la espalda comienza a ser tomado por una pala para granos. Así mismo el Quercy y la Guyenne ignoran la Gascoña y recíprocamente, y yo sé algo de eso por proceder de la una y de la otra: ¡qué tempestades en torno a la mesa en dos lenguas de oc! El museo de Agen, en medio de esta isla, expone obras venidas de lejos, Goya, Courbet, Hubert Robert, salidos de España o del Jura, más Norte, más Sur.

Allí reinan Daguin padre e hijo, el primero de alta estatura, de verbo sin miramientos y gentil como se dice gentilhombre; el otro con bigotes afilados como puntas de dagas. Dos palabras sobre estos dos condes de Gascuña con dos estrellas cuyas puertas dan sobre la catedral de Auch, notable por sus sillas del coro y sobre todo por los vitrales donde la sibila y la pitia, brujas paganas, se mezclan con los ángeles y las vírgenes - ¡qué mensaje amable de tolerancia es esta lección de cohabitación! -.

Aquí se sentaría a la mesa d'Artagnan mismo a gusto con nosotros, después de bajar de su pedestal y de subir para cenar por la escalera monumental, espada bajo la capa, riendo, encantado de ver la tradición de los Armañac perpetuarse con tanto rigor feliz. Balzac diría, si volviera por los mismos escalones, que los Daguin son a Gers lo que los Barones del Guénic eran a Guérande: la esencia misma de su región.

Pues bien, el “foi grasse”, el flacucho*, el encurtido, las garbías (no leáis lo que escribe sobre ellas, en Le Capitaine Fracane el tarbeño Théophile Gauthier), el adobo, la sopa de pato, las mollejas, alinean las siete virtudes capitales de la carta, las de la glotonería. El chef las modela y sabe hacerlas variar como un compositor trabaja un tema: por ejemplo muchas tajadas de hígado que forman estrella en el plato, se siguen en orden, aquella con trufa, la otra con tomate... no las probéis en un orden diferente, da menos gusto. Nunca he podido dejar de pasar por las lentejas o las habichuelas de Tarbes, ni de terminar con las ciruelas pasas al armañac: asunto de atavismo. Mi vecina ha preferido la farándula de la repostería, sublime, que se puede escoger o con ciruelas o con chocolate. Placer de volverse a encontrar en la propia casa, en este mundo que las grandes ciudades olvidan y que reunía en torno a los mismos gestos y a idénticos gustos al cultivador y al duque, diferentes y gemelos por la tierra.

Después se puede dormir allí, amablemente, en el primer piso o en las sillas del coro.

Al Norte, duque de Guyenne y de Quercy, reina Michel Trama. Su palacio se llama la Aubergade y la capital es Puymirol.

En las alturas de esa casa-quinta, saliendo de cenar una bella tarde de invierno o de verano, procuraos sextante o anteojo de larga vista, no para buscar el Norte, sino para ser los primeros en anunciar la llegada aquí de la tercera estrella, la de los reyes y la de las mesas que hacen que valga la pena el viaje. Muchos lo han emprendido ya, y desde muy lejos. Soy bastante goloso ¡ay! y bastante conocedor ¡ay, otra vez! puesto que un tal conocimiento exige edad para saber a ciencia cierta que ninguna mesa en París vale lo que vale ésta donde todo converge hacia la perfección: el enraizamiento en los productos de la región, la variedad, el genio inventivo, la seriedad en la confección, y el estilo que hace al hombre. El menú da ya el tono, donde el pintor parece volver a tomar la página fresca de Rousseau donde la boca de la pequeña marquesa devora las cerezas o gordales que caen de las ramas una mañana de mayo. Entrad: este es el jardín, la estancia castellana, los exquisitos salones, la acogida simple y refinada.

Michel Tramas inventa aquí una síntesis entre la nueva cocina y la antigua, de la tradicional e incluso campesina con otra, futurista e inesperada. Trufa, pato, bacalao, ajo y cebolla de nuestros ancestros permanecen en nuestro plato, tan sólidos como en otros tiempos, pero una mano los cambia como el alquimista transformaba antiguamente el plomo en oro: el pato se sirve con bacalao a la provenzal y la trufa se degusta con caldo de ave; ¿os gusta la piel de ave bien frita? Os deleitaréis más bien con la de pescado en finas láminas, admirable. El chef cruza las variedades como un buen jardinero inventa las especies, multiplica el bogavante por medio de la transparente lasaña, a través de la cual se dibuja el perejil.

El genio no existe sin ese gramo de locura que abre de repente un horizonte nuevo. Las milhojas y el pastel de hojaldre de almendras y chocolate transparentes, aéreas, arcangélicas, aseguran a la mesa uno de los primeros lugares en Francia. En la sonrisa de Maryse Trama, y en el ojo pícaro de Michel, se lee el dominio y el entusiasmo, el gusto y la seguridad, la intuición y la voluntad. Llegados lejos, se les siente aún apresurados por superarse. ¿Hasta dónde van a subir? ¿Campeones de Francia, también ellos?

Habéis comprendido lo que yo admiro: subid pues a ver, a admirar a Puymirol.

Tr. por L. A. Paláu C. para el Seminario «de la Filosofía de la comunicación a la filosofía de los cuerpos mezclados». Medellín, agosto de 1992.



* Nombre exacto del «magret» en el Agenais (N. de la R.)

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