lunes, 12 de mayo de 2008

¿Qué es lo que no sabemos?¿Qué es lo que no se enseña?

Bernadette Bensaude se encuentra con Michel Serres

Primera intervención de Michel Serres:


Normalmente, yo hubiera debido hablar esta mañana de la enseñanza a distancia, pero ocurre que desde hace dos o tres años ya he hablado mucho en estos lugares por diversas razones y, en lugar de hablar, preferiría tratar de reflexionar sobre la pregunta que me ha, y que nos ha, planteado Ayyam Wassef al organizar este coloquio, es decir: reflexionar sobre lo que no se sabe. Yo titulé mi intervención “Lo que uno no sabe, lo busca” y a veces se lo encuentra porque está oculto. Y me gustaría mostrar que no sabemos lo que decimos. En efecto, lo que no sabemos tenemos el hábito de colocarlo en lo que se llama cajas negras. Y me gustaría hoy colocar delante de mí, o delante de Uds., tres cajitas negras, y dedicarme a abrirlas durante los diez minutos que me ha concedido Ayyam. Lo que no sabemos lo buscamos. Cajita negra: la palabra buscar. Se lo encuentra, a veces; cajita negra: el verbo encontrar. Y se lo encuentra a veces porque está oculto; tercera cajita negra: el verbo ocultar. Trabajemos. El término o el verbo buscar tiene por raíz la preposición latina “circa” que parece indicar que buscamos en torno algunos objetos que están perdidos u ocultos. Cuando en el Renacimiento Rabelais forjó el término “enciclopedia”, del que decía estarlo renovando de los griegos, repitió de hecho —por lo que se llama en lingüística un duplicado científico— ese verbo que tiene una raíz y un uso popular, el verbo buscar. Y el duplicado científico “enciclopedia” no hacía más que repetir de manera sabia esta raíz “circa” que quería decir el círculo. Y cuando para nuestros estudios, al menos en Francia, decimos primero, segundo, tercer ciclos, volvemos a dibujar la circunferencia en cuestión y, cuando los filósofos —muy grandiosos— glosan por ejemplo sobre la revolución copernicana, como Kant, o sobre el círculo de los círculos de la enciclopedia, como Hegel, no hacen sino repetir lo que decimos en la calle cuando decimos “buscar” <”chercher”>, es decir, la forma del círculo. ¿Lo sabíais? Yo lo ignoraba; lo encontré esta semana y me pareció gracioso abrir ante Uds. esta caja negra que nos dice simplemente que los investigadores dan vueltas en redondo.

Lo que no se sabe se lo busca, lo que no sabemos a veces lo encontramos. Segunda cajita negra: el verbo encontrar . Ahora bien, este verbo en lengua francesa es igualmente muy popular, y se remonta de manera muy sabia a la raíz “tropos” en griego, que repetimos cuando queremos hacer científico los duplicados “trópico” o “—antropía”, donde se reencuentra el mismo círculo. Encontrar es el duplicado popular de esos dobletes científicos “trópico, —antropía”, de suerte que en mi lengua yo descubro al menos dos lenguas: una lengua popular que dice “buscar” <”chercher”> y una lengua sabia que dice “enciclopedia”. Una lengua popular que dice “encontrar” y una lengua científica que dice “—antropía o trópico”. Salido de ese griego circular, el latín traduce estas formas con palabras como torcer o atormentar, que son de la misma familia que el verbo encontrar , y que evocan el movimiento de torsión de los hombres torturados, de pensamientos o de cosas torcidas. Sin duda, advertido de estas duras rotaciones —al menos en Francia— el Centro nacional de la investigación científica… ¡Vea Ud.! había notado que ese Centro había descubierto el centro del círculo, puesto que quiere decir el círculo, entonces es bien normal que se diga “centro de la recherche”, puesto que todo círculo se adorna con su punto medio llamado centro; ¿lo sabía Ud.? Lo ignoraba antes de esta semana. Ahora bien, ese Centro nacional de la científica llama “agregado, atado” <”attaché”>, o “encargado, cargado” <”chargé”> de investigación a lo que a mí me gustaría llamar (dada mi vida) “gozoso o entusiasta” de investigación, sin duda porque encuentra que esas pobres gentes están atadas a algún suplicio de la rueda, lo que es natural para el verbo encontrar que quiere decir ese movimiento de torsión. Y entonces, todo hombre llamado “director de investigación ” se equivoca dos veces puesto que asocia “rectar”, “caminar derecho” con “recherche”, “ir en círculo”, como si hubiese resuelto la cuadratura del círculo; ¿lo sabía? Yo lo ignoraba a comienzos de la semana. Esto es, mi querida Ayyam lo que uno llama no saber. Encontrar , se llama en Languedoc, “troubadour”, o en lengua de Oil, “trouvère”, el que precisamente va hasta el fondo y no se queda en el camino de la búsqueda. Y nuestros antiguos admiraban a los troubadours o a los trouvères muy simplemente porque admiraban más a los que encontraban que a los que buscaban. En efecto siento mucho que ya no nos llamemos trovadores. Mientras que sólo se encuentran cosas simples en días milagrosos, el método que lleva a este hallazgo se parece, si hay que creerle a la palabra, a un sendero tortuoso. Y las cosas allá, se vuelven un poco serias y hablan del cuerpo. En efecto, ningún gesto de los que hemos aprendido en nuestra vida continúa un movimiento natural. Es preciso torcer el brazo para aprender en el juego de tennis el reverso o el servicio; ni la danza, ni la carrera, ni el salto alto, se aprenden naturalmente, ni tampoco el pensamiento, ni siquiera alguna evidencia. Cada uno de esos ejercicios desplaza la comodidad normal del cuerpo. Y por tanto, para entrenarnos es necesario perder hábitos, es decir, torcer esos movimientos naturales, lo que dice el verbo popular “encontrar” <”trouver”>. Y por tanto, las verdades científicas, la sangre filosófica, e incluso el estilo escrito, exigen tanto giros difíciles como el aprendizaje de la raqueta o del florete. La evidencia geométrica sigue tan poco naturalmente el movimiento del ojo como el manejo de la bola sigue el movimiento natural de la muñeca, o el de las barras paralelas seguiría el movimiento natural de los hombros libres de todo movimiento. Es menester pues un largo entrenamiento, y tenemos acá de regreso todas las torsiones del cuerpo que menciona el verbo encontrar . Y por tanto, en poesía, en música, todo lo que es encontrado o descubierto exige búsquedas sofisticadas, rebuscadas, torturadoras, refinadas, difíciles de acceder o por vías inaccesibles, y los troubadours más populares de la Edad Media nos mostraban en este trabajo la fuente inagotable de la inspiración. Vuelvo a la lengua. Bien pulida por el pueblo y por el tiempo, es decir por los que no saben nada, la lengua busca y encuentra según el mismo círculo; y el método para encontrar no dibuja ninguna vía recta, ni simple, ni fácil, adiós Descartes; por el contrario, un camino poco natural, tortuoso, torturador y atormentado. Esto es lo que aprendí al abrir esta caja negra que es el verbo encontrar y que corresponde por completo a mis prácticas.

Lo que no sabemos, lo buscamos, lo que no sabemos a veces lo encontramos, y lo buscamos y lo encontramos porque está oculto . Reservé para el tercer lugar la caja negra “ocultar” porque es la que guarda los más maravillosos secretos. El verbo “ocultar” no es un verbo culto. Pertenece a esos dobletes populares que se oponía tanto a los dobletes doctos como a los sofisticados. Estaba más bien del lado de “buscar” <”chercher”>, y no de “ciclo” o “trópico”, y estaba del lado de “encontrar” <”trouver”> y no del lado de la “—antropía”; se trata verdaderamente de una palabra popular. Abramos la caja negra del verbo ocultar que contiene precisamente lo que no sabemos. El verbo ocultar tiene un prefijo “cum”, el latín “cum” que está reducido en el verbo cacher a la simple letra “c”. Y tiene como raíz el radical “ac” o “ach” que ha salido del verbo latino “agere” que se encuentra en el francés “agir” <”actuar”> y que significa —yo le pido ahora un poco de atención porque este es el núcleo de lo que quiero decirle— y que significa “conducir”, pero conducir en un sentido muy preciso, en el sentido agrícola y pastoril de ese pastor que conduce y que empuja delante de él a un rebaño de cabras, de corderos, de reses, de caballos. Acantonados en las lenguas nobles, los filósofos y los científicos utilizan gustosos los duplicados sabios, y no ven propagarse en esos dobletes sabios la gran sombra de los viejos dobletes populares. En la actualidad, Ud. lo sabe, las lenguas que se vuelven vernáculas —como el latín por ejemplo, o el francés— sufren de parte de las lenguas dominantes una erradicación voluntaria, de suerte que yo he querido aquí, delante de Ud., hablar no solamente mi vieja lengua francesa sino también el latín, que es su madre olvidada. “Agere” designa pues una marcha, la marcha del pastor tras sus rebaños. Pero ese rebaño tiene la característica de perderse en el espacio, de animarse en el espacio. El pastor empuja delante de sí muchos corderos, muchas cabras y por delante de sí sus reses, sus corderos y sus cabras se agitan. Escucháis en “agitar” la frecuentativa del verbo “agere”, del verbo precedente, que muestra la marejada que se propaga y las espaldas encrespadas de ese múltiple fluctuante, y a veces divergente. ¿Qué es lo que hace el pastor cuanto actúa , en el sentido de agere? Pues bien, conduce estos elementos bien numerosos, que nunca permanecen en reposo, que no se quedan nunca en fila, que no conservan nunca orden y cuya agitación tiende a dispersarlos en la naturaleza, cabras turbulentas, fogosos toros, caballos insumisos, carneros imbéciles por mutilación, chivos, ovejas, moruecos de todas las edades y de todos los tamaños que los perros buscan poner juntos. Y este esfuerzo de conducirlos juntos es tanto más difícil cuanto que el rebaño crece en gran número. Los invito a ver delante de Uds. salir de esta caja negra, como de una caja de Pandora, esta multiplicidad innumerable de animales, y que se encrespan como la mar. ¿No os sorprende que el verbo “cacher” <”ocultar”>, “coagere”, se refiera a la guarda y a la conducción de un rebaño por medio de perros? No lo sabías, yo tampoco, a comienzos de la semana. Retomemos, coagere, ese gran número desparramado en el espacio es llevado por los perros al orden y a una unidad. Cuando ese gran número se apacigua y se condensa en la unidad… atención, el sabio dice “coagere”, “coagula”; aquí tenemos el duplicado científico “coagular”, y el pueblo dice “cuajar”; es la misma palabra. Coagular, coagere y cuajar —en el francés popular— es la palabra correspondiente, lo que se llama el doblete. Retomemos, por favor, al pastor desde el comienzo, en la mañana. Saca del establo y de la caballeriza su rebaño. Y el latín dice en ese momento “agere”, es conducir el rebaño, y “ex”, conducirlo fuera. Y la palabra latina es “ex -agere”, tenemos pues ex –agere, el pastor que empuja a su rebaño afuera. Ahora bien, este ex –agere latino da en francés un doble popular y un doble sabio; éste último es “exactitud”, “examen” y aquel es “un enjambre” o “un ensayo” . A “examen” le corresponde “essaim” y a “exactitud o exacto” le corresponde “essai”. Tenemos acá dos sentidos que divergen mucho a partir de un origen común. Por un lado una definición muy exacta, donde se reencuentra exactamente el pulimento del círculo del que he partido, y por otra parte, enjambres donde se reencuentra exactamente el paquete de la multiplicidad vaga que se agita ante nosotros. Este detalle sobreabundante, el pueblo lo invoca cuando el científico no lo conoce puesto que él habla de exactitud y de examen en el momento mismo en que el pueblo habla de multiplicidad, es decir de enjambre o de ensayo. Como si el científico descartara el detalle molesto y la masa demasiado innumerable. Las abejas y las avispas viven en enjambres, y vienen a perturbar —peligrosamente a veces— nuestra tranquilidad como hace un rato lo demasiado lleno, las ovejas y las cabras. Se ve acá a Montaigne empujar delante de sí en desorden la multiplicidad de sus pensamientos abejas como si se entregara a un examen exacto en sus Ensayos de pensamientos desordenados. Comprendo de repente a Montaigne, ¿lo ha comprendido Ud. esta mañana gracias a esta caja negra? No yo, al menos, hace ocho días. Y al comienzo del Sobrino de Rameau, Diderot nos dice: “Mis pensamientos están esparcidos y en desorden como las rameras del Jardín del Palacio Real”. Gilles Deleuze muestra de forma brillante, en uno de sus libros, cómo Freud, al examinar este niño en El hombre de los lobos, y al escuchar al niño gritar ante las terroríficas manadas abandonadas a la persecución en el espacio de sus sueños, Freud, científico, escucha únicamente tras su barba patriarcal su teoría del padre único y oye “al lobo”, en singular, mientras que el niño grita “a los lobos”, en plural. Y de nuevo, entre el científico y el pobre niño hay la misma diferencia que entre este doblete sabio que sólo quiere hablar de lo exacto y de la unidad, y el doblete popular que vocifera la multiplicidad, el enjambre y lo múltiple. Sin duda tenemos miedo de lo múltiple, de la agitación de los gusanos, de las avispas numerosas en su enjambre, de la inundación, de la epidemia, de los microbios, de los átomos, del número enorme de las cosas; sin duda que tenemos miedo de esta muchedumbre innumerable que el lenguaje científico excluye de la ciencia, es decir, los nuevos miserables; sin duda la ciencia tiene miedo, en su expresión, de esta multiplicidad que reprime. Ud. sabe que Belzébuth no era del todo un monstruo único sino que era el señor de las moscas, el señor de los enjambres. Imposible dominar; esta inmensa multiplicidad nos supera y nos espanta. Buscamos entonces conducir juntos estos elementos agitados, unificarlos, enviar los perros como los pastores lo hacen con los rebaños. Tratamos de los “coagere”, de los “coagitare”, “agitare” es el frecuentativo de hace un momento. Y ahora, que mi padre que acaba de fallecer, que mi hermano que se va de viaje, me leguen el uno y el otro sus rebaños, que además la comunidad me entregue su rebaño para cuidarlo; cómo no voy a estar asustado con la idea de reunir; y en este momento el latín más próximo de nosotros, es decir el latín popular de la Edad Media se vuelve a poner sobre el frecuentativo y no dice ya “coagere”, dice “coagitare”, y ya no dice “coagitare” sino que dice “coactitare” como si insistiese sobre ese frecuentativo. Ud. me ve llegar pero, ciertamente, yo no lo sabía, puesto que nos espera desde hace mil años en esta caja negra la rareza más extraordinaria para la filosofía: acá donde la palabra vulgar “ocultar” <”cacher”> traduce este “coatitare”, el sabio cogita; es la palabra “cogito”. Lo sabía Ud.; yo lo ignoraba hace apenas algunos días.

¿Qué oculta el docto cuando dice “cogito”, es decir cuando utiliza exactamente la misma palabra “coagitare”, “coactitare”, que el populacho cuando dice “ocultar”? ¿Qué ocultas tu, tu que piensas? ¿Qué significa pensar? Tu que eres sabio, ¿a qué unidad te diriges para unificar, ordenar, conducir tu rebaño de pensamiento innumerables? “Cogito”, empujando muchos elementos que están agitados delante de mí, busco conducirlos agrupados. “Cogito”, ¿qué designa el sujeto de este verbo? ¿Cuál pastor, cuál perro, cuál examinador, cuál exigencia? Mientras que el pueblo tiene por sujeto el conjunto del cordero, la totalidad, el carácter innumerable, la multiplicidad de lo que precisamente se agita en la muchedumbre. Como hace un rato: lo exacto ocultaba la sombra del enjambre, de la misma manera que el examen ocultaba la sombra del ensayo, el verbo ocultar muestra, confiesa públicamente, revela, devela, ilumina, dice y grita lo que oculta la palabra “cogitare”, a saber, lo múltiple. En lo uno, domino ese detalle, “cogito”, y en lo otro, me sumerjo en ese detalle. Tengo pues dos ciencias, dos filosofías, dos visiones del mundo, dos lenguas, la lengua popular y la lengua erudita, ¿por qué el científico oculta lo que evidentemente el ignorante ve? Pero en la actualidad todos vemos cómo adviene esa pura maravilla: que la razón nueva y la ciencia moderna nos sumergen precisamente en las multiplicidades y nos obligan hoy, por medio de la enseñanza a distancia, a enseñar al gran número. Por esto, si delante de Uds. he tratado de definir lo que, en una lengua, es la lengua de los sabios y la lengua del pueblo, la lengua de los que saben y la lengua de los que ignoran, lo he hecho para mostrarles que, si en una lengua existe precisamente esta partición, a fortiori, en la distribución de las lenguas del planeta existe aún más este repartimiento. Habrá cada vez más lenguas, o la lengua, de los científicos, y lenguas cada vez más llamadas a volverse vernáculas que los sabios no entenderán ya. El problema no es saber lo que no sabemos, el problema es saber quién sabe y quién no sabe. Qué lengua hablan los que saben, qué lengua hablan los que se supone que ignoran. Cuál lengua se habla cuando se es sabio y cuál sordera implica esta lengua cuando abordamos el lenguaje de los que no hablan. Actualmente esto es trágico y plantea el problema fundamental —sobre el que regreso— de la enseñanza a distancia. Saber en cuál lengua vamos a universalizarla, puesto que, si en el ejemplo completamente humilde de mi lengua, encontré ya dos lenguas, no habrá que temer un día que haya una lengua de ciencias y el conjunto de las otras arrinconadas a volverse vernáculas, y que los unos no entiendan ya a los otros y recíprocamente. Recuerdo que estas nociones tienen una recíproca. Si los que no son científicos no entienden el lenguaje de los sabios, es porque en primer lugar la lengua erudita sirve a los científicos para que se comprendan entre ellos, pero ella también les sirve para no hacerse entender por los que no son sabios.

Por ejemplo, lo que no se puede enseñar —y este era mi primer título— se reduce a lo que no se quiere enseñar. Pero el saber de los que no son científicos tampoco llega mucho a los oídos de los que no lo son, y es por esto que hoy —en mi lengua— he querido hacerle escuchar a los sabios la lengua de los que no saben nada. ¿Qué es lo que no se sabe? Es lo que no está dicho en la lengua canónica. Los que entre vosotros sois sabios, y que hablan la lengua canónica, les pido abrir sus oídos para escuchar la lengua de los que nada saben.

Discusión de Bernadette Bensaude-Vincent:

Creo que al evocar las relaciones que hay —tensas y conflictivas— entre lengua sabia y la lengua de los que no saben, de los ignorantes, Michel Serres ha planteado un problema que es de una actualidad candente; lo hemos visto esta mañana con todos los que se levantaron y se fueron; se trata al mismo tiempo de un problema muy antiguo, probablemente tan antiguo como las propias sociedades humanas. Subrayar como lo ha hecho Michel Serres la voluntad de poder y el imperio efectivo que se le atribuye a la hegemonía de toda lengua científica, de todo hablar de mandarín, sin echar mano de la jerga de las ciencias humanas, sociólogos o semiólogos, escuchando simplemente lo que dicen las palabras de la lengua vulgar, yo creo que es una demostración de facto del poder extraordinario de esos dialectos regionales vernáculos que no están tan amenazados —pienso— como dicen estarlo. Por esto, en lugar de abordar la cuestión en términos de tragedia —como parecía sugerirlo Michel Serres— me gustaría hablar riendo, en el modo de la risa. Conocí a Michel Serres hace ya muchos años, en la sala Cavallès en la Sorbona, donde él comentaba el célebre pasaje del Teeteto en el que Sócrates cuenta la anécdota de Tales que —recordáis— caminando con los ojos puestos en el cielo, cayó en un pozo, provocando así la risa de una sirvienta de Tracia y esta anotación: “¡Ah bestia! El que busca saber lo que ocurre en el cielo ignora lo que se pasa a delante de él, a sus pies”. Veinte años después, la anécdota me sigue pareciendo todavía buena para meditar, y yo tendré en cuenta aquí dos lecciones tocantes a nuestro tema. Primera, que el saber del más sabio se paga siempre con alguna ignorancia. Al instituir al mundo como objeto de saber, objeto de discurso, Tales es ciego a las cosas, las cosas que surgen ante él, que aparecen a sus pies. Quizás que solo la convención de una jerarquía entre lo alto y lo bajo nos ha hecho olvidar que la ignorancia es nuestra suerte común, cualquiera sea nuestro grado de saber y de erudición. La ignorancia es sin duda actualmente la cosa del mundo mejor repartida. Y lo es tanto mejor cuanto que desde la época de Tales ella ha experimentado una progresión fulgurante, proporcional incluso a los avances del saber. Dado el ritmo actual de producción de resultados científicos, y el encogimiento consecutivo de los campos de investigación de cada investigador, la ignorancia conoce una expansión galopante. Una sirvienta de Tracia nos enseñó un día a tratar la ignorancia como el complemento del saber, y en el sentido fuerte de Nills Bohr, es decir de un punto de vista exclusivo pero igualmente necesario para una descripción completa de los fenómenos. ¿Cuántos historiadores y filósofos de las ciencias han escuchado esta lección de la sirvienta de Tracia, cuántos han aceptado describir la ignorancia al mismo tiempo que el saber que se desarrolla?

Segundo punto sobre este pozo: lo que oculta la reciprocidad y la complementariedad del saber y de la ignorancia; el drama que Sócrates escenifica en esta anécdota es la incomprensión entre ellos, los científicos y el público. Pues la actividad científica —se lo olvida muy a menudo— no es simplemente productora de conocimiento sino también productora de sentido. Las ciencias de la naturaleza constituyen un universo de sentido que desafía a veces, y cada vez más, al sentido común. ¿Es la incomunicabilidad, es la inconmensurabilidad entre este universo y el universo en el cual vivimos la que provoca la risa de las sirvientas de Tracia? Recuerdo que Michel Serres había planteado la hipótesis de que quizás Tales no había caído al pozo sino que había descendido voluntariamente para observar mejor el cielo, es decir que la boca de sombra que es una trampa que para unos ha de ser evitada, para los otros por el contrario es el observatorio ideal. El malentendido gira pues sobre la significación de los lugares y de las cosas, la distancia entre lo popular y lo científico no es pues simplemente una diferencia de lenguaje, sino una diferencia de visión, de comportamiento, de relación con el mundo. Lo que me lleva a pensar algunas dudas en torno a la legitimidad y a la posibilidad incluso de las empresas de popularización de la ciencia que se definen como traducciones en lengua popular de las lenguas científicas. Pero lo que es más grave es que la incomprensión, como la ignorancia, es recíproca. Para ilustrarla, contaría aún una historia puesto que hace un rato se ha dicho que solo las historias nos enseñaban. Una leyenda que ha circulado desde la Grecia helenística cuenta que Hipócrates de Quíos —de hecho pseudo Hipócrates a causa de las diferencias en la cronología— fue llamado por los abderitanos porque Demócrito, enloquecido, se mantenía a distancia de sus conciudadanos. Solitario, silencioso, se ríe de todo y de nada, y este comportamiento malsano enferma a toda la ciudad de Abdera. Hipócrates toma pues el barco, llega a Abdera y va a entrevistarse con Demócrito y ¡quién lo creyera! terminó yéndose nuevamente convencido que el presunto loco era el más sabio de los mortales. Si se reía de todo era porque los hombres, los mismos que lo acusaban de locura, viven en la intemperancia y la sinrazón. Si vivía aislado era porque los observaba de lejos y porque estaba escribiendo un libro sobre la locura. Esta historia tiene dos resortes, ella presenta dos consecuencias. Primera, si el abismo entre el sabio y la masa, si la incomprensión produce verdaderamente una inversión de los valores razón y sinrazón, razón y locura, entonces se puede dudar de la posibilidad de ese pre-entendimiento que Paul Ricoeur invocaba aquí mismo el martes pasado, que es la condición de toda búsqueda dialógica, de toda investigación en común. Si no existe incluso acuerdo sobre los valores de lo que es la razón y la locura, entonces ¿dónde va a comenzar la investigación?

En segundo lugar, esta historia de risa muestra que la distancia con respecto a la masa, al vulgo, es solidaria de una aproximación —más allá de las distancias geográficas— entre el físico de Abdera y el médico de Quíos. En otros términos, en lenguaje moderno —y yo creo que en éste ya esta historia no hace reír tanto— la formación de una comunidad científica internacional, con una comunicación en situación óptima, ¿implica necesariamente la imposibilidad de escuchar y de comprender a sus vecinos, de vivir juntos bajo el mismo techo, en la misma ciudad? Los mundos cerrados del proyecto Manhattan o de la Academia Gohod en la ex -URSS ¿son patologías o son la traducción concreta y perfecta del curso normal y regular de las cosas científicas? Es una primera pregunta que yo le plantearía a Michel Serres ¿por qué los fabricantes de saber están en el fondo del pozo, a distancia de sus conciudadanos, y no en una relación de intercambio? En un segundo punto, me gustaría volver sobre los “trobadours”, los que encuentran siguiendo los caminos tortuosos de la investigación, que Michel Serres opone al recto camino enseñado por Descartes en su Discurso. La etimología me parece acá una muy buena guía para aclarar una cara oculta de la investigación científica, durante mucho tiempo ignorada por los epistemólogos y los filósofos inflados de intelectualidad. En La interpretación de la naturaleza, Diderot describía muy gentilmente dos clases de filósofos: los que se agitan y los que tienen ideas. Y contra el primado de la matematización de la física, afirmaba su complementariedad necesaria en toda investigación de la naturaleza. Esta complementariedad entre ellos, el razonamiento deductivo y la agitación del experimentador siguen siendo siempre —yo creo— necesarias para la interpretación de la naturaleza; y acabamos de aprender algo que no sabíamos: que los experimentadores que se debaten en medio de nuestras multitudes de hechos en bruto y tozudos, esos pastores de un rebaño dócil son quizás los verdaderos pensadores, los que cogitan, precisamente. En efecto, a pesar de la intrumentalización creciente, a pesar de los grandes aceleradores, de los equipamientos pesados cada vez más sofisticados, el investigador no puede contentarse con apoyar un botón para forzar a la naturaleza a responder a sus preguntas. Es necesario que se atormente para atormentar a la naturaleza, para obligarla a entregar su sentido, para exigirle que hable. La investigación científica, como todo trabajo, exige labor y pena, ejercicios y contorsiones para adquirir la destreza, la habilidad de las manipulaciones de las cifras, de partículas, de células, qué se yo aún. Poniendo de esta manera el acento sobre los hábitos, sobre esos saberes-hacer incorporados, sobre el vistazo, la ejecución con soltura del experimentador, Michel Serres muestra una dimensión no verbal y sin embargo esencial a la práctica de la investigación científica. Hay una gestual en todo saber científico. Ese saber tácito, que está implicado en la menor empresa de investigación no se enseña ni por los libros, por los programas de computación, ni en los CD-ROM. Presupone un aprendizaje en el terreno, en el contacto con el otro, presupone un hacer y una imitación del otro. Si se describiera la formación del espíritu científico y del cuerpo, no se dejaría describir en términos de obstáculos por superar, ni de ruptura, sino en términos de largos y pacientes ejercicios para preparar los exámenes de bachillerato, y de entrenamiento, repeticiones mecánicas de gestos manuales e intelectuales. La formación del cuerpo científico no es seguramente un despojamiento, una catarsis, sino que es una prueba de endurecimiento que exige experiencia y testarudez, como el manejo del torno del alfarero o la preparación deportiva. En resumen, la ciencia —como toda actividad de creación— es irreductiblemente artesanal. Y yo creo que a causa de esta dimensión, a causa de este artista —en el sentido del siglo XVIII— que habita en todo científico, la ciencia mantiene siempre, de hecho, un doble lenguaje: popular y sabio. Ella tiene —como decía Gabriel Venel de la Química en la Encyclopédie, en su cuerpo la doble lengua, la popular y la científica. El empirismo, en el sentido de experiencia vivida, yace irreductiblemente en la punta de todo racionalismo. De este modo las relaciones entre lo científico y lo popular se confunden totalmente. Por un lado, los científicos más sabios, en la punta avanzada de la investigación, están encerrados en su estrecha especialidad, ignorantes de playas enteras de saber. Por el otro lado, cada uno de nosotros —en la masa de los ignorantes— hemos tenido la experiencia de estos aprendizajes costosos y difíciles, y por ello hemos adquirido una forma de habilidad. Esto no significa, sin duda, que todos los saberes y saber-haceres sean equivalentes, pero me parece que no está mal empujar violentamente todavía y siempre las distinciones demasiado bien ancladas en nuestros sesos, y los abismos sociales que ellas perpetúan, pues me parece que implican un doble desconocimiento. Ante todo, un no-reconocimiento de los saberes populares y de su legitimidad, y por otra parte, un desconocimiento de la ciencia misma, actividad polimorfa y actividad políglota al mismo tiempo. Muchas gracias.

Respuesta de Michel Serres:

Veo que es la 1 y 5 de la tarde y que hay una decena de nuestros amiguitos que tienen 7 años, y que deben tener a la vez mucha hambre y estar tristes por escucharnos. Si hubiera sabido que iban a estar aquí, hubiera adaptado, hubiera encontrado un tercer lenguaje, el lenguaje de los niños. Es preciso pues no hacerlos esperar demasiado. Responderé, sí, rápidamente a Bernadette, agradeciéndole su intervención, y mientras esperamos las preguntas de los asistentes. Sí, creo verdaderamente que hay en la historia de Tales otra caja negra, es la del pozo mismo; y que los fabulistas y los que les hacen aprender de memoria a los niños de 7 a 8 años la fábula de Tales que cayó en el pozo, no han bajado a un pozo ellos mismos. Pues desde que se desciende a un pozo —lo que me ocurrió a mí en mi juventud— se encuentra que en el fondo se ven las estrellas a pleno día. Y sin embargo, se dice por todas partes que no había anteojo de larga vista para la astronomía antes de Galileo; vea pues: es suficiente con descender al fondo de un pozo para saberlo. Por supuesto, los profesores no están obligados a descender todos a los pozos, pero es en efecto un asunto a la vez de oficio, de lengua popular y de cuerpo. Y allí donde estoy de acuerdo con Bernadette, es que los que inventan y los que escriben no son intelectuales, eso no es verdad. Toda la experiencia muestra que no ha sido así. Son corporales, casi todos. Es el cuerpo el que escribe. Es el cuerpo el que tiene una intuición. Tener la idea de lo que puede ser su objeto, ya se trate de una galaxia o de un micrón, es siempre adaptar su cuerpo a un mimo o a una simulación determinada. Jacques Monod, al que conocí perfectamente, me decía: “Me enfermé de los riñones durante tres años porque me había vuelto el ADN”, y eso era verdad. El cuerpo participa y el cuerpo es en gran parte el sujeto de la ciencia. Es necesario también no hablar demasiado porque —y quizás no lo sabéis— a mi me gustan mucho las etimologías; la palabra “baratin”* no viene como se lo cree de esa máquina que permite hacer mantequilla, es decir una “baratte”; para nada, es una etimología extremadamente sabia. La palabra baratin es una palabra científica que viene del griego “prateine” que quiere decir “hacer”. Echa pura cháchara el filósofo que dice: “sólo existe el cuerpo, sólo existe la práctica, sólo existe el pragmatismo”. Un filósofo pragmático no hace sino hablar, ya lo habéis notado. Se le pregunta incluso “por qué has venido a hablar puesto que no hablas sino del cuerpo”. Y es aquí donde interviene la ironía popular llamando a eso cháchara . La cháchara sublime es la de hablar del cuerpo pero no hacer sino discursos.

Historia de las ciencias, si, se puede también hablar de eso.

Me gustaría decir que desde hace 30 años que hago historia de las ciencias —o 35 años— nunca he estado más iluminado que cuando la he comparado con la historia de las religiones. Es decir, hay religiones muy organizadas que tienen una especie de burocracia, y luego al lado, están los místicos y los teólogos que a menudo son independientes de esta organización. Bien; bajo ciertos respectos, la ciencia es como esto, es decir que hay toda una organización a la vez de enseñanza, de investigación tecnológica, financiera, de laboratorio y de jerarquía; y después al lado, está los místicos, los que avanzan. Es decir que todo lo que estudia la sociología de las ciencias, es todo salvo la invención. La invención, de cierta manera, está ligada a esa cosa extraña que es el cuerpo particular del que lleva la ciencia en su vientre. Esto sería lo que le respondería a Bernadette agradeciéndole una vez más su intervención.

Julio 13 de 2007>




* Traduzco por “cháchara”, aunque soy conciente que esta palabra nuestra viene del italiano… (n. del t.)

No hay comentarios: