domingo, 27 de abril de 2008

El regreso de la Nave. Hermes I. Sobre Michel Foucault.



En el Prado, se hace ver Las Meninas en un espejo. Entre el cuadro la imagen y la imagen del cuadro, la sala da la posibilidad de circular e impone la evidencia que el espejo desarrolla, en la fuga de la profundidad, lo que envuelve la tela plana, a saber la realidad del espacio: como si el dibujo definitivo de Velásquez hubiera sido entregado a su verdadera exterioridad. A veces se da aquellos que comienzan en geometría descriptiva esos aparatos ópticos que liberan los movimientos de rotación y abren el sólido a sus dimensiones objetivas: todo ocurre como si la representación hubiera enterrado el objeto, como si su desdoblamiento lo restituyera, como si solamente fuera posible reencontrar lo real en el estado de una imagen, sombra de una sombra. La cosa ¿es una representación en regreso? Entrar en la sala donde se enfrentan los planos reales o imaginarios de la tela y del espejo llega a deslizarse por el intersticio de los ejes ópticos, en el espacio mismo del cuadro, en el espacio del cual la tela es el movimiento de rotación y la fuente, y del que el espejo reproduce la huída. Aquí llegado, hay sitios donde se puede ver sin verse, otros donde se puede ver y no puede dejar verse, finalmente otros donde el más ligero desplazamiento transforma estos dos espacios el uno en el otro, como un dedo de guante. Sobre esta cresta se imita en tres dimensiones la gestual del pintor: él entra y sale a su amaño; echado atrás, reside en el segundo espacio; si se inclina para trabajar, se esfuma de este espacio para alcanzar el lugar del rey, detrás de la falsa tela o ante la verdadera. La sala no es triple: la escena-madre en falso interior, la imagen profunda en falso exterior y el lugar de mi posición, interior y exterior; los tres espacios son todos dobles y divididos por una grieta donde se cumple, a izquierda y derecha, el milagro vibrante del sujeto-objeto y del objeto-sujeto. El sitio está aquí o, como se dice, en el infinito, cuando está, por un lado, lo más próximo de aquí. Borde, adherencia, límite de dos espacios: a caballo sobre esta frontera, estoy allí y no estoy allí, soy y no soy, mi lugar es finito o infinito, delante y detrás, fuera y dentro, soy imaginario y real, el Otro y el Mismo. Habito tres espacios semejantes y diferentes y allí soy extranjero: primera metáfora.
¿Es necesario escoger o la historia es decir la circulación escoge por mí? ¿Hay un secreto que, en la superficie de la tela libere los juegos cruzados o paralelos de la luz, detenga la vibración aleatoria a un lado y otro de este umbral? ¿Se puede leer sobre esta tela, de la cual el pintor se desprende en el momento de la inmovilidad, a la derecha para nosotros de la frontera? De nuevo es necesario leer al revés: no en espejo esta vez sino del lado del otro, es decir del otro lado. Y he aquí que entre los dos montantes horizontales que sostienen el anverso, a la altura de la cabeza de Velásquez, ojo con ojo, boca con boca, se destaca, entre las manchas de azar y el claroscuro vago, una calavera bien centrada sobre los recorridos ópticos y a la izquierda para nosotros de la falla. Naturalmente, este inquietante fantasma se ve mucho mejor en el espejo que sobre el cuadro mismo, o el reverso del cuadro del cuadro. El objeto escondido por la doble representación no es otro que aquél cuyo reverso es la Muerte. La Muerte es claramente "aquello a partir de lo cual el saber es posible" (386), o lo inconsciente o lo impensado... si la condición es, en último análisis, el último reverso de las representaciones en cascada; ella es aquí ya lo no-visto, lo que nadie mira, ocupada en computar composiciones y transposiciones en lo distinguido, pero a donde conduce la luz natural, desde que se franquea la línea más brillante, la más recta, la más rigurosa: segunda metáfora, tétrica mitad.
El libro de Foucault1 Tesis: el mismo históricamente doble en la triple diferencia, la imagen duplicada por todas partes, la aparición y la muerte; y metáforas: apertura, abertura, intersticio, espacio y plano liso tiene la misma estructura de la pequeña sala del Prado, donde corre un velo invisible que es necesario escoger entre desgarrar o no, y que reparte la reproducción de las imágenes y el desvanecimiento mortal en torno del plano de aparición. ¿Y cómo podría ser de otra forma puesto que se trata, en los dos casos, del lugar no puntual, es decir del medio de circulación donde se ven Las Meninas?
El Otro y el infinito
El autor es un geómetra testarudo. Por otra parte, él describe las situaciones de un cierto tipo de razón salvaje o de vida alterada; él liberó una estética de los bordes del pensamiento abandonado. En un espacio que permanece un problema, corre una cresta que lo repartió: saber y sin razón, consciencia y alteridad, normal y patológico, sujeto y objeto, similitud y diferencia... Por el momento, el espacio es el lugar de las operaciones necesarias a una problemática de la arista, el conjunto de los desplazamientos que hay que efectuar para aproximársela u ordenarla.
De cierta manera, la época clásica es la fecha de su formación: ella la ha construído y como secretado; lo Mismo constituye lo Otro, en ese tiempo, para envolverlo en su insularidad; la época clásica es aquella de las curvas cerradas, es decir de las definiciones distintas y de los dominios distinguidos. La historia, que formó ese núcleo, lo deforma: algunos viajeros de la razón o de la normalidad se aproximan al Limes, otros vienen del fondo del Insulado, locos o enfermos, habitantes del asilo o de la clínica; y allí se miran, se reconocen, análogos o antisimétricos y l frontera se vuelve espejo ¿se puede decir Psique? Allí comienza el desenlace, el esfuerzo por desenclavar las cerraduras, por liquidar las definiciones. Foucault quiere entrar en el espejo, encontrar la abertura, el pliegue, la grieta, deslizarse en el intersticio, adelgazar el objeto especular para aplicarlo sobre la imagen especular que viene hacia él. El final de la época clásica y la aurora de la modernidad es primero que todo el descubrimiento de que los límites definitivos no son más que estas líneas que están a la vez fuera y dentro, que los espacios diferenciados son los mismos, que ellos están del mismo lado de la línea que los divide: que el plano clásico de la geometría ingenua es un plano real proyectivo. La serie de las distinciones iniciales no es más que una serie de similitudes donde la diferencia, aunque existente, es menor de lo que todo pensamiento sabría asignarle. Se ha hablado de una problemática kantiana: si hay una llamada es la de la Dissertation.
De cabo a rabo se desarrolla la historia por constitución de espacios de naturaleza diferente: aquel de la razón y de los dominios repartidos, de la ciencia por exclusión e inclusión que fue y sigue siendo, para el lógico, el análisis mismo, y que aquí opone, en una cristalización simbólica y concreta de las categorías puras, al demente excluído encerrado el caballero superracionalista de la triste figura, errante fuera por las planicies de Castilla y encerrado a doble vuelta en el pliegue de un libro escrito en inclusión; brevemente, el espacio de explicación y de implicación. Ese, posterior y valorizado del impartitivo y de las ciencias "contra-ciencias" (391), aplicación del saber sobre sí mismo y sobre el no-saber, cuyas geodésicas son las líneas paradójicas de abertura que acabo de definir. De esta historia espacializada, la arqueología remonta el curso o el casco, pero por otro camino, es decir por el camino del Otro; más allá de la pesantez naturalista de las distinciones abstractas que abre una vía de analogía entre el sujeto, el mismo y el normal, o mejor aún: entre el normal y el normado; y por otra parte entre el objeto, el otro y el patológico, es decir el no-racional, la arqueología es una heterología de la cual se adivina sin ninguna dificultad que ella debe terminar por descubrir la heteronomía como terreno fundamental y situación radical de todo pensamiento, es decir, de todo ser. El otro vuelto sujeto pronuncia ahora la muerte objetiva de lo mismo; el no-yo vuelto sujeto lleva al yo-sujeto al no puro, la nada de la Muerte. Es necesario explicitar este desenlace que a la vez es fin y liberación de fibras anudadas; la época clásica es el momento en que la tragedia se anuda: el sujeto de la razón normada violenta la cosa y al otro, les asigna un espacio cerrado, separado, pasivo y rechazado tan lejos como sea posible; dominio de los inversos, del no-yo, de la no-razón, del no-ser en general, de suerte que el borde que separa, termina y define las dos variedades es el lugar de puntos de inversión, de focos donde se cambian las direcciones, de centros donde se niega la cultura, el pensamiento y la consciencia. Estos puntos, vistos desde la razón y por ella, son puntos límites, puntos extremos del mundo, más allá de los cuales se sitúan la inexistencia y el no-concepto: son los puntos indefinidamente rechazados al infinito. Que el sujeto permanezca en el espacio racional y no verá ni podrá ver esos lugares donde se invierten las direcciones, donde los anclajes se desenvuelven. Por el contrario, que se esté instruído de hecho descubrimiento tardío de que este infinito está en la más próxima vecindad de la razón, que este borde es una línea que pertenece a su espacio y lo caracteriza, entonces, por un movimiento retrógrado, se sabrá colocar el sujeto en el lugar del otro, del otro lado de la recta del infinito, y se podrá ver, a la inversa, todo el espacio clásico desde este nuevo punto de vista: de aquí, se devela la evidencia de que él está recorrido por un haz de paralelas, que él es el espacio de la similitud lo que ya se sabía puesto que era conocido como el de la geometría ingenua o euclidiana . Es fácil mostrar que la época clásica se da como objeto primero de su investigación un punto fijo que sea el lugar de referencia y el punto de vista óptimo; ahora bien, en el espacio de la geometría helénica y cartesiana, no importa que punto pueda jugar este papel; la voluntad libre lo asigna, decisión que da el triunfo metódico a Descartes, la errancia desesperada de Pascal o el equilibrio ontológico de Leibniz, decisión cuya condición de posibilidad reside en la homogeneidad del espacio de representación. Esta homogeneidad es sinónimo de universalidad: mi pensamiento permanece invariante cualquiera que sea el lugar que yo le asigne, invariancia que garantiza su racionalidad; se propaga por todas partes, tiene el derecho y la posibilidad de propagarse por todas partes y por tanto rechazar hasta el infinito todo lo que no es ella. El sujeto habita un dominio infinito que sigue el mismo en todas las direcciones y a todas las distancias sobre cada una de ellas: la razón habita lo universal, es decir lo mismo y su repetición libre en la totalidad; circula sin trabas en el medio de sus apropiaciones. No es posible naturalizar la época clásica, es decir, tomarla por objeto, sin relativizar esta totalidad, sin abandonar ese dominio, sin colocarse en el punto donde el haz de paralelas viene a concurrir, sin llegar a este punto en el infinito fuera de lo universal y de la apropiación: es el punto de inversión y de exclusión que el proyecto o la pretensión de universalidad racional había colocado naturalmente en el infinito. Por los caminos de lo otro, se llega a los confines espaciales del saber clásico, se llega a la filosofía sin localizarse en ella, se llega a un punto de vista que ordena todo el pensamiento y toda la ciencia a lo largo de geodésicas en el lugar que ya ocupan, a lo largo de geodésicas paralelas desvaneciéndose aquí en un centro común. Y de golpe, la situación histórica se invierte, el universal es naturalizado en rasgos de cultura porque, ordenando los puntos en cuestión, la razón clásica se encuentra contorneada y como insularizada: está congelada en un islote cuyo límite ha podido ser dibujado. La arqueología retrocede sobre las vías de la heterología y cambia secretamente la vieja metáfora kantiana y husserliana del suelo profundo por la del límite y el borde: no cavar ya para condicionar sino contornear para objetivar (los árboles viven por la corteza). Ella sigue siendo una teoría de las fronteras, un marginalismo, un método por ultraestructura y de allí viene su profunda oposición a Marx; pero ella invierte la función del límite, convierte el exterior en interior (y por tanto en núcleo condicionante; como la embriogénesis no es más que una teoría de la dermis), el carcelero en prisionero, el sujeto en objeto. A su turno, Ariadna, abandona el héroe, envuelve con su hilo el mundo que se ha vuelto laberinto. Vistas desde el borde infinito, las paralelas concurren, el mismo se vuelve otro, el otro encierra lo mismo, mejor aún: lo Mismo deviene Otro de lo Otro; lo autónomo es heterónomo, no es más juez sino objeto de una etnología puesto que reducido a su región; no es ya más sujeto de la Razón sino determinado por formaciones culturales ya prescritas; la época clásica no es ya más el campo de las verdades lúcidas sino el lugar de los errores del error. La Revolución realizada sobre los límites del saber, la inversión sobre la técnica de los bordes, condujeron a una reducción de lo universal en una región cultural dada cualquiera. Hay allí un movimiento copernicano, quizás, pero de un tipo muy singular: el sol fue naturalizado como una estrella cualquiera, desde el borde de la última órbita exterior; para ello era necesario tratar la problemática de la finitud en términos de alteridad. Era necesario decidir o descubrir que en los confines del orden sistemático residen tales tipos de desviaciones que siguen, para sí, los caminos más amplios de lo impensado, de lo impensable, y con respecto a los cuales el pensamiento preciso es un determinado pensamiento salvaje. De donde se vuelve, yo creo, a una filosofía del no, cerca al punto donde el si universal anterior no está reducido a una afirmativa particular por generalización extensiva, sino, a la negación de su negación. La necesidad racional está determinada como determinación cultural entre otras; la problemática de la finitud no tiene ya el mismo sentido: incluso ha sido invertida. Era necesario tener la audacia de colocar a alguien afuera, de intentar ese golpe de Estado hiper-platónico que consiste en realizar la síntesis del Otro y del Infinito. Desde entonces, el mismo sujeto se encontraba de-finido, objetivado, transformado en estatua de sal. Permanece esto: ¿se da el mejor caso si se conduce la demostración por algunos contenidos epistemológicos de tipo naturalista, dando la espalda a la filosofía y a sus aportes rigurosos? Vale la pena plantear la pregunta, incluso si la respuesta es negativa, que es lo que yo creo. Evidentemente, ella lo es puesto que las condiciones metódicas de la empresa reposan sobre un enlace de dos contenidos. Valdría mejor interrogar este enlace por el mismo, pues es el nervus probandi del proyecto global de Foucault: lo llamaba antes pesadez naturalista de las distinciones abstractas, se lo podría llamar endurecimiento categorial de los dominios naturalizados; todo esto bastante mal dicho para decir que su lugar es un medio entre logicismo y psicologismo, que su esfuerzo apunta más allá de esta división, o más acá. En verdad, es el mar por beber.
¿De dónde de cuál intención viene esta voluntad implacable de desidentificar lo Mismo, de desposeer el sujeto? Tiene su origen en el mismo dinamismo de lo Mismo, en la naturaleza de su voluntad y de su representación, en el uso que hace de su libertad. Habitando lo universal (del cual descubrimos en la hora actual la función heteronómica), el autónomo rechazó a los confines del universo (y del universo de su discurso) a los otros o dobles inversos que, de ahora en adelante, nos atormentan, que nos habitan y que nosotros habitamos. Sobre ese punto, ha jugado con astucia, jugó un juego mortal: su impostura fue interrogarse sobre aquello mismo que rechazaba, de fingir una metafísica sobre los linderos que el mismo había trazado en el momento de la exclusión, de desplegar su malevolencia violenta de sabiduría serena, de transmutar su rigor en rigor. Fue pues él el primero en haber indicado que lo fundamental residía en los extremos, el suelo en las fronteras, las condiciones en los límites. Así, jugaba la comedia feroz del horizonte que él echaba atrás para no ver, y al cual le profesaba vertiginosa atracción. Lo esencial, dice él, es que yo no veo, lo que está más allá de mi poder; y de callar que no quiero verlo y hacer todo para no verlo: así se coloca, así circula en los mismos lugares donde está seguro de no ver, pues fuera de estos lugares reina la Muerte, lo que las Meninas hacen ver. La astucia tiene la estructura del espacio donde ella se mueve: de inclusión y de exclusión; el discurso clásico afirma lo que él rechaza y rechaza lo que afirma, rehusa aquello de lo que habla, da la espalda a aquello que anuncia como fundamental. Asume la astucia de la cual la religión y la metafísica son los paradigmas ordinarios.
En el curso de este discurso, el razonador clásico viste de abstracta su interrogación, que no es más que el recubrimiento de sus negaciones y de sus rechazos; viste de abstracto un otro-mundo vago por el cual se cree permanecer el Amo. Es pues él quien logicisa lo natural (clasificar, ordenar) y esta meta-physis que no es más que una hetero-physis reprimida, de suerte que Foucault se toma el derecho es decir las armas, tan mortales como las suyas de naturalizar sus categorías, es decir de analizar la metafísica como una anti-física. La astucia es descubierta: el proyecto de universalidad es una proyección en lo racional de la situación violenta de Amo y de Colón. Lo insensato, lo impensado, lo insensible y lo impensable, lo inconsciente, son, al pie de la letra, heréticos, salvajes, esclavos; la época clásica coloniza las tierras vírgenes por negación, muerte y tierra quemada: incluso aquí en la tranquila casa del hombre universal, los esqueletos están en los armarios. Visto desde estas tierras, es una época salvaje y los muertos gritan venganza. Perseguían a los dementes dándoles por lugar el mar de lo irracional, quemando las brujas, los judíos y algunos astrónomos; reprimían lo imaginario, dominaban el sueño, eliminaban el error, en sentido estricto rechazaban la cultura, las culturas; imitaban a cual más las hordas blancas que, del otro lado del mar, pasaban por el filo de la espada a los Incas, los Aztecas y los Algonquinos. Desde que su logicismo se naturalizó, que no ve cuán rigurosas y mortales son sus categorías categóricas : ley, orden, conceptos cargados de cadenas de razones. He aquí que ha sonado la hora del regreso de la Nave y de las blancas Carabelas: la venganza realiza su obra. Expulsar al homo rationalis de su tierra regular, analizarlo como objeto de la etnología, hacer de la razón clásica un pensamiento salvaje, matar al homo del humanismo, es la descolonización por concepción terrorista de la cultura, es decir de la colonización al revés: el otro vuelve como alguien que regresa, el demente, el herético, el salvaje han roto las cadenas cartesianas y, sujetos de un saber significativo, hacen del blanco racionalista el salvaje demente del salvaje demente. También los tratan como fueron tratados: el lenguaje del Otro es la repetición invertida del lenguaje de lo Mismo, el lenguaje del Terror. El viejo esquema hegeliano se ha ampliado espacialmente para la geografía mundial de las culturas y la experiencia adquirida de lo inexperimentado: he aquí que aparecía el diagrama del Colón y del Salvaje, del pensamiento lúcido, vigilante, consciente y dominador, y del pensamiento soñador, mítico, inconsciente, naturalizado, delirante y sumiso. La descolonización de Colón por sí mismo, por sí mismo habitado, de las tinieblas de lo otro, ha comenzado. Está seguramente el destino de nuestra modernidad el apurar esta deuda secular; ¿será necesario arreglarla a hierro y a fuego? Uno se pone a soñar con un Gandhi del interior, con una auto-descolonización por la no-violencia.

El Ser y el No-Ser
Nada se opone en adelante a que la arqueología se presente como una etnología del saber europeo, y la historia de las ideas como una epistemología del espacio y no del tiempo, de las fibras de un espacio inmóvil y no de las génesis evolutivas. Nuestra herencia cultural está en otra parte más adelante, se coloca más allá de esos cortes cuya definición llega a fosilizar formaciones que creíamos vivas y que el arqueólogo se pone a descifrar como monumentos prehistóricos. Nuestros predecesores, o pretendidos tales, son extranjeros, habitan islas lejanas separadas de nosotros por el mar, su cultura es la de una etnia que piensa en lo impensable para nosotros: como lo cuenta el apólogo argentino del prefacio, la escena ocurre en China, es decir en otra parte. Que se lean pues los Pensamientos colocándose del otro lado de los Pirineos, con la pluma en la mano, y se termina por escribir una heterotopía española en el estilo de Pacheco, Velásquez, Cervantes... o, mejor aún, de Cortés y Trujillo. La inversión es importante: tiende a hacer impensable el pensamiento clásico. El arqueólogo vuelve sobre la historia como si ella hubiera sido escrita en una lengua que no es ya más la ciencia, muerta, olvidada, abandonada; suspende esta recurrencia instintiva que une al investigador y su objeto, anula ese flujo de comunicación que hace posible una comunidad de cultura entre el historiador y lo historiado. Esos cortes, aún un golpe, son nada menos que sus condiciones de ejercicio; permiten al arqueólogo objetivar un conjunto cultural vivido, hace poco aún, como el propio nuestro, de naturalizarlo en una familia de proposiciones cuyo sentido se coagule en sí y forme una red independiente, que es posible contornear, desde que no haya ya sentido para ella. Nueva inversión: la consciencia clásica está entonces estructurada como un inconsciente. El historiador se ha desdoblado en analista que conoce las leyes de la anamnesis y analizando sin memoria. Todo ocurre como si tal cultura no pudiera ser cercada o definida más que cuando haya terminado o esté lejana, muerta, en todo caso, para quien la observa, y cristalizada en inconsciente objetivo de lo que ella es esencialmente. Lo prehistórico o alógeno deja al clínico una excepcional libertad de movimiento, puesto que este campo no ejerce más sobre él fuerzas heteronómicas. El arqueólogo está en el exterior del campo gravitacional de la razón clásica. No hay en esto ninguna metáfora: el espacio de inclusión y de exclusión no es tal más que si él es un campo de fuerzas, de atracción y de repulsión, y finalmente, más que si la razón es potencia, voluntad, fuerza y violencia (como bastante lo hemos visto); quien habita esos lugares es prisionero, a izquierda y a derecha, de estas líneas de fuerza. Es pues indispensable substraerse a esa estructura dinámica y neutralizarla: y de nuevo esta estructura dinámica es la de un inconsciente o de una cultura. La situación exterior a este campo permite erradicar toda problemática de error o de verdad a su respecto: no se trata más que de un objeto cualquiera por descifrar como piedra Roseta y no de este objeto electivo que atrae y ata como piedra de Magnesio. A sí mismo ella permita esperar que quien se coloque en ese lugar suprima la vieja problemática surgida de Marx: fuera de este campo que no lo influye y que él no influye, domina un objeto concreto, es decir una concreción; permanecen inscripciones escritas sobre los sólidos, proposiciones impresas sobre un zócalo. Que yo sepa, la arqueología no es nada distinto de la ciencia de las inscripciones y de los graffiti. En resumen Foucault trata a una biblioteca como un inconsciente cultural y colectivo (por tanto es tautológico decir que él está estructurado como un lenguaje; de allí la vecindad con Lacan en el medio entre logicismo y psicologismo) y como un espacio extraño y cerrado: aquí el historiador es analista del drama de un otro (que es el mismo), es la memoria de su olvido, es aquí el etnólogo de un sentido lejano y silencioso y lleva su ausencia; trata los libros como monumentos enterrados y la escritura como una inscripción: aquí él es arqueólogo de un lenguaje hoy perdido. Manera de entrar en este espacio sin estar en él, manera de aproximarse sin ser atraído por la fuerza de un sentido, manera de suspender una gravitación, de deslizarse sin ser comprometido, de estar atento sin ser concernido epojé hecha posible por el límite vibrante entre lo mismo y lo otro. Foucault penetra en la biblioteca como en la pequeña sala del Prado: escucha un lenguaje como un analista, lee una proposición como un epígrafe, aborda las islas como un etnólogo para comprender lo incomprensible, comprensivo pero nunca extraño. De nuevo, está epoxé no es posible más que si la consciencia clásica es reputada inconsciencia, el pensamiento impensable, la lúcida razón mito onírico y la serenidad fingida indescifrable, más que si el grafismo del saber es leído como graffiti: entonces y sólo entonces, se puede interrogar sobre la naturaleza del zócalo donde una mano extranjera lo inscribió. Sin duda extranjera puesto que la aprehensión logicista de la rejilla formada por estas inscripciones termina por mostrar al hombre clásico encerrado en el laberinto de esta red, psicologizado, culturizado, naturalizado en estatua de sal: la universalidad del sujeto matematizante no es más que el avatar de una concreción cultural. Pero, si la situación es general, reaparecen, invariantes, las problemáticas precedentes bajo una luz nueva: ¿una contra-ciencia de las contra-ciencias es suficiente para despojarse de toda heteronomía posible y para objetivar las heteronomías regionales, y por tanto la nuestra? Se soñará, como se ha soñado el superhombre; se profetizará, como se anunció el superhombre. La arqueología es el fin de la historia, límite parpadeante y lugar del ningún-lugar; decimos esto con la condición de comprender la expresión fin de la historia en todos los sentidos posibles, y no en el sentido unívoco legado por la tradición: fin de los tiempos e instalación de los espacios, detención de las génesis y floración de los sistemas, objetivo, límite, desvanecimiento, muerte de la historia como ciencia y como ciencia de las ciencias humanas. La arqueología, en este contexto prospectivo, sería la contra-ciencia de las contra-ciencias de los sistemas heteronómicos. La historia, habiendo por fin dado a luz el extra-directed, la arqueología captaría las estructuras condicionales. Faltaría por elaborar el lugar del arqueólogo mismo; a él se le plantea la pregunta: ¿cómo aprehender un mensaje que ha dejado de existir, que nunca ha sido mensaje para él? ¿Cómo aprehender un mensaje que él rechaza precisamente como tal y que le concierne? Su sitio no es ni el del emisor, ni el del receptor, sino el del interceptor; es aún el del espectador y del pintor de las Meninas, entrado allí por sorpresa, a favor de un intersticio paradójico. El historiador, enraizado en un lugar, hacía un trabajo de recepción y haciendo esto determinaba de cierta manera la emisión y su saber se profundizaba a medida que se seguía este intercambio perenne en espiral; el arqueólogo busca ponerse en situación de intercepción universal. La Nave en errancia sobre los mares para cortar el trayecto de las botellas fosilizadas por concreción aluvionar. Pero aún: ¿cómo aprehender el sentido de una información cuando la actitud misma del sabio, así definida, impone que ella no sea más que objeto privado de sentido para él? Sobre esto es urgente soñar, pues enfrentar una proposición como tal no podría llevar más que a una teoría pura, lógica o topológica (al menos por el momento): y el sentido está excluído, por tanto la cultura, y se vuelve entonces a allí de donde se había salido.
Dicho esto, la arqueología moviliza las contra-ciencias y de ellas utiliza los cuadros para explorar los espacios primitivos que fundamentan las formaciones históricas. De allí la aplicación de las rejillas de Levi-Strauss sobre la cultura occidental: el universo del paralelismo desposa maravillosamente las analogías estructurales que atraviesan el intercambio de palabras (gramática, lingüística, ¿nuestra oralidad olvidada-formalizada? ), el intercambio de bienes (análisis de las riquezas, economía ¿nuestra analidad arcaica-simbolizada? ) y el intercambio de mujeres (historia natural, biología ¿nuestra genitalidad primaria-logizada? ). De cierta manera, no hemos dejado nunca el espacio de geodésicas paralelas pues, si la cultura clásica los supone, el estructuralismo lo impone conscientemente: el método por analogon continuado no es más que una analítica de la iteración de lo mismo en lo otro, es decir de una metodología de la similitud. Quizás nunca lo hemos dejado, al menos después de Platón y su constitución de la ciudad por intercambios económicos, modelo biológico y formación de un lenguaje común; quizás el estructuralismo (este estructuralismo) sea nuestro último lazo consciente esta vez con el sistema de las trilogías indo-europeas. Dumézil también es arqueólogo. Y de la misma manera que Kant movilizó las distinciones de la mecánica newtoniana para tejer la red de la cuestión crítica, Foucault importa los cuadros de las ciencias humanas prejuzgadas como habiendo llegado a la madurez (?) para constituir la rejilla de la cuestión arqueológica; pero, en los dos casos, ¿la importación de lo positivo en el condicional no reduce la universalidad apuntada de la cuestión a un campo tan estrecho como el terreno de origen de lo importado? Entonces, y cualquier cosa sea lo que se haga, la condición no sobrepasa lo condicionado, está enviscado en lo condicionado, allá en la aproximación newtoniana, aquí en nuestro particularismo cultural. El pintor se auto-in-moviliza en una parte lateral del cuadro. Por un desvío infinitesimal, por tan poco no logró la cresta de la desaparición.
Pero consideremos por sí misma esta forma ternaria espacializada (no temporal, no dialéctica); describamos un primer estrato (epistemológico aquí, cultural en general), después un segundo, finalmente un tercero: el método de las analogías estructurales refiere estas descripciones unilineales a una tabla común de referencia que recoge sus invariantes (es lo que está escrito sobre la tabla) y que dibuja su extensión (la tabla está limitada por los límites mismos de la reunión de su proyección sobre la tabla). Con precisión, una cultura es este zócalo de referencia, en contenido estructural y ocupación definida de un segmento del espacio-tiempo. Ella tiene dos características esenciales: el tipo de su inscripción y el recorte de sus bordes. Observemos entonces que estas determinaciones son, a su vez, relativas al número de las formaciones seleccionadas por las descripciones proyectadas . En efecto, supongamos que elegimos un cuarto estrato, después un quinto, etc., entre las formaciones arcaicas para valer como preciencia (nociencia, error) humana por ejemplo, teorías de tipo político, sociológico (la demografía está para nacer durante la época clásica puesto que se expande la idea de explotar los Bills of mortality), etnográfico (los Novissima sinica son de la misma época) o de historia de las religiones, etc. , entonces la tabla de referencia, definida por invariantes estructurales, se desplaza y varía para la misma cultura. Por una parte las estructuras analógicas van hacia la generalidad del sentido y la pobreza de la escritura, por la otra los cortes determinados por los tres primeros estratos se borran y se transportan: la tabla se amplía y se vacía, tiende a recubrir la historia de manera convexa, a perder en especificación lo que gana en generalidad. Con respecto a este crecimiento, el problema trascendental reaparece pero en un lugar inesperado: es porque nos falta una marca, un criterio para maximizar el número de los estratos necesarios y suficientes para explorar la totalidad de una cultura, o para definirla como tal: para obtener una tabla fija y estable. Mientras que no la tengamos, el análisis permanece relativo al número fijado, decisorio, arbitrario, permanece pues relativo a, fijado en la cultura misma: aquél que pinta el cuadro está en el cuadro en compañía de aquellos que miran al cuadro pintarse y que están, ellos también sin saberlo, en el cuadro; esto significa que no se logra el cuadro definitivo, que siempre se puede designar un nivel inferior, un personaje detrás que, tomándonos por sorpresa, designa un nuevo conjunto objetivable. He aquí que hace más de un siglo la filosofía extiende el contenido de la experiencia posible, del campo de la exactitud a lo vivido en general: un mar por beber que ella no ha agotado aún. para descubrir un nuevo suelo condicional, sería necesario haber cumplido esta mutación que todo saber alcanza en el momento de la universalidad, sería necesario que las contra-ciencias hayan dado la vuelta a su enciclopedia, para hablar por analogía; a falta de esto, la tabla de referencia no es más que otro estrato cultural, una manera de desplegar o de replegar la cultura sobre sí misma, una metalengua que es, habitualmente, la lengua misma. Por otra parte, es posible que no se pueda escapar a esta iteración en espejos paralelos, que tras la totalidad cultural no se encuentre esta actividad formalizante desnuda, como detrás del saber no halla actividad intelectual constituyente: es posible que allende la cresta no halle más que una calavera. De allí la duda vibrante en franquear el paso, de allí esta crítica de resplandores y de ocultamientos.
Aún de todo esto se puede soñar; y suponer que poseemos el criterio definitivo. Entonces podemos apostar que una sola frase permanecerá inscrita sobre la tabla, a saber: el ser es, lo que no es el ser no es; y el historia en particular, lo que muestra claramente que se había franqueado el límite mortal, el borde del ser y del no-ser, lo que muestra claramente que después de Nietzsche no hay nada más que dibujar una línea más allá del ser y del no-ser. En el límite de crecimiento, la generalización del método impone la idea que no se ha podido dejar nunca de que todo gira en torno a la noción de frontera: otro, infinito, ser y nada. El desplazamiento del corte es la única variable determinante de lo inscrito fundamental. Así Foucault escogió el camino más corto entre los más largos caminos para alcanzar la tautología heideggeriana, entre las vías de una selva de símbolos.
¿Habremos cambiado de lugar después de la época clásica, habremos vuelto al punto de partida, o más allá de ese punto, a la aurora helénica? Se terminaría por creer que todo el libro reside, de hecho, en el hueco virtual de su propio discurso, que dice con precisión lo que rehusa decir, lo que dice. Pues él designa un horizonte spinocista ontología monista y determinatio negatio , se mueve en un espacio que va de la representación a la voluntad sin encontrar a Schopenhauer, traza sobre la llanura por todas partes discernible de los contenidos de saber el camino leibniziano de la enciclopedia estructural, etc. El discurso de lo Otro sobre lo Mismo moviliza la misma astucia (pero otro, es decir invertido) que el discurso de lo Mismo sobre lo Otro. De la misma manera que lo Mismo reducía a lo Otro a nada, excluyendo detrás los límites de lo universal, detrás del infinito que su rigor concebía, y sin embargo simulaba tematizar una metafísica de la finitud como su interrogación fundamental (mientras que lo infinito no era otro que el otro de su rechazo, mientras que el compelle intrare implicaba la muerte para que se abran las puertas), así mismo lo Otro, que constituía un espacio impartitivo, que invertía el espacio de lo Mismo, exterior para el interior, línea a línea, punto a punto y noción por noción, envuelve lo Mismo en un hueco de silencio, le arrebata su palabra, anula su voluntad universalizante, neutraliza su deseo, da vuelta a la tela y reduce el ser pensante a la calavera. La puesta entre paréntesis (en el sentido literal) de la filosofía, de todas las filosofías con soporte universalizante es significativa del término de una lógica implacable: la no-historia de las contra-ciencias se expande en una anti-metafísica.
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Genio maligno cuyas palabras designan todos los sentidos posibles, yo me llamo Polifemo. Yo digo y la cosa reside más allá y aquí, según mi voluntad, de suerte que es imposible salir de mi antro, encerrado como se está por las mallas de mi discurso. Sobre esta red centrada en todas partes, siempre os coloco sobre un trayecto preparado, previsto, lleno de trampas. La muerte os espera, en el recodo del camino, entre los almocárabes de mis astucias.
Para engañar a este engañador universalmente sutil, no hay más que una astucia, la de hablar de tal suerte que las palabras estén privadas totalmente de sentido: es necesario que la roca pase siempre a mi lado aún cuando esté previsto que me aplaste en todo caso. Es pues indispensable colocarse fuera de la totalidad de los trayectos, en la nada del lugar, del sitio, de la palabra, del ser finalmente: es necesario que me llame Nadie [Personne]. En este mismo momento, el único que ve, aquél que ve todo de una sola mirada, aquél que dice todo con una sola palabra está ciego, reducido a la invocación suplicante: no puede ver a aquél que escogió ser invisible, aquél que habla en el silencio, aquél que no está en ninguna parte. Desde que Ulises es Nadie, reside a la vez en el antro y fuera del antro, en el interior y en el exterior del círculo encantado de lo universal.
Frente al astuto más sutil, Ulises es más fino que Descartes, dice la nada de su yo, lejos de afirmar el ser. Es verdad que está abandonado a la muerte sin tener el recurso de un Dios más fuerte que el Cíclope: el Demonio del sartén no es más que una sombra que Dios borra, al lado del monstruo de la gruta cerrada por la piedra sepulcral. Es fácil maximizar su juego cuando uno se apoya en el quo nihil majus cogitari possit. Si esta aliado desaparece, en un crepúsculo del cual no hemos terminado de apreciar lo trágico, es el adversario el que coge las cartas más fuertes. Queda la astucia de la inexistencia, que es nuestra verdad última.
Polifemo es quizás el nombre del mundo en tanto que es portador de la lengua universal, de la totalidad del sentido prescrito. Nadie es el nombre del desconocido que se disimula o se desvanece para plantear lo desconocido = X, elemento de esta lengua matemática, universal en hueco por no tener sentido. Queda el juego indefinido de la lengua universal vacía y de la lengua universal del universo.
Agosto/1966

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